WILKINS MICAWBER.»
¡Pobre Traddles! Por entonces conocía lo bastante a míster Micawber para estar seguro
de que se levantaría de aquel golpe; pero aquella noche turbó mi tranquilidad el recuerdo
de Traddles y de la hija del pastor de Devonshire, con diez hermanos y ¡t an buena chica!,
como decía Traddles, y dispuesta a esperarle (elogio funesto) aunque fueran sesenta años,
o más, si hacía falta.
CAPÍULO IX
VEO DE NUEVO A STEERFORTH EN SU CASA
Aquella mañana le dije a míster Spenlow que quería permiso para ausentarme por poco
tiempo; y como no recibía sueldo ninguno, y, por lo tanto, no tenía nada que temer del
implacable Jorkins, no hubo dificultad para ello. Aproveché la oportunidad, aunque la
voz se me ahogaba y se me nublaba la vista, para decir que esperaba que miss Spenlow
estuviera bien; a lo que me contestó, sin más emoción que si. se tratara de cualquier otro
ser humano, que me lo agradecía mucho, y que estaba muy bien.
Los empleados destinados a la aristocrática orden de pro curadores eran tratados con
muchas consideraciones, lo que hacía que tuviéramos la mayor libertad. Pero como no
quería llegar a Highgate antes de la una o las dos, y como aquella mañana teníamos una
causa en el tribunal, estuve allí un par de horas pasando el tiempo muy agradablemente
con míster Spenlow. Era una causa divertida, y mientras me dirigía a Highgate en la
imperial de la diligencia fui pensando en el Tribunal de Doctores y en lo que míster
Spenlow decía sobre que si se tocaba el Tribunal se acababa la nación.
Mistress Steerforth se alegró mucho de verme, y también Rose Dartle. A mí me
sorprendió agradablemente el encontrar que Littimer no estaba allí y que éramos
atendidos por una modesta doncella con cintas azules en la cofia, que era mucho más
agradable de mirar y mucho menos desconcertante cuando, por casualidad, se encontraba
uno sus ojos, que aquel respetable hombre. Pero lo que observé particularmente antes de
llevar media hora en la casa fue la constante y atenta mirada que miss Dartle clavaba en
mí y la manera con que parecía comparar mi rostro con el de Steerforth y el de Steerforth
con el mío, como si esperase pillamos en mentira a alguno de los dos. Siempre que la
miraba estaba seguro de encontrar sus ojos ardientes y sombríos con aque lla mirada fija y
penetrante en mi rostro, para pasar de pronto al de Steerforth, o tratando de mirarnos a los
dos a un tiempo. Y lejos de renunciar a aquella vigilancia cuando vio que yo lo había
notado, me pareció que, por el contrario, su mirada se hacía más penetrante y su atenc ión
más marcada. A pesar de que me sentía inocente de todos los pecados que pudieran
suponérseme, no dejaba de huir de aquellos ojos extraños, de los que no podía soportar el
brillo ansioso.
Durante todo el día parecía no estar más que ella en toda la casa. Si charlaba con
Steerforth en su habitación, oía el ruido del roce de su traje en la galería. Si hacíamos
algún ejercicio en el césped de la parte de atrás de la casa veía aparecer su rostro en todas
las ventanas sucesivamente, como un fuego fatuo, hasta que elegía una ventana más
cómoda para vernos mejor. Una vez, mientras nos paseábamos los cuatro, después de la
comida, me cogió del brazo y lo estrec hó en su mano delgada como en una tenaza, para
acapararme dejando a Steerforth y a su madre pasear unos cuantos pasos más delante; y
cuando ya no pudieron oírnos me dijo:
-Ha pasado usted mucho tiempo sin venir aquí. ¿Su profesión es realmente tan atractiva
a interesante que absorba tan por completo su atención? Lo pregunto porque siempre me
gusta aprender, porque soy muy ignorante. ¿Es realmente así?