nuestra atención entre el cordero en servicio activo en nuestros platos y el que se asaba
todavía. La novedad de aquellas operaciones culinarias, su excelencia, la actividad que
exigían, la necesidad de levantarse a cada momento para mirar lo que estaba en el fuego y
volverse a sentar para devorarlo a medida que salía de la parrilla, caliente a hirviendo;
nuestros rostros animados por el ardor interior y el del fuego, todo aquello nos divertía
tanto, que en medio de nuestras risas locas y de nuestros éxtasis gastronómicos, pronto no
quedó del cordero más que los huesos; mi apetito había reaparecido de una manera
maravillosa. Me avergüenza decirlo; pero de verdad creo que olvidé a Dora por un momento, un momentito nada más, y estoy convencido de que míster y mistress Micawber
no habrían encontrado la fiesta más alegre aunque hubieran vendido una cama para
pagarla. Traddles reía, comía y trabajaba con el mismo afán, y todos hacíamos lo mismo.
Nunca he visto un éxito más completo.
Estábamos en el colmo de la felicidad y trabajábamos cada uno en nuestro
departamento respectivo para poner la última tanda en un estado de perfección que
coronase la fiesta, cuando me percaté de que había entrado un extraño en la habitación; y
mis ojos encontraron los del grave Lit timer, que permanecía ante mí con el sombrero en
la mano.
-¿Qué ocurre? -pregunté involuntariamente.
-Usted me dispense, señorito; me habían dicho que pasara. ¿No está aquí mi señor?
-No.
-¿Usted no le ha visto?
-No. ¿Es que no estaba usted con él?
-Por el momento no, señor.
-¿Le ha dicho a usted que le encontraría aquí?
-No precisamente; pero vendrá mañana si no ha venido hoy.
-¿Viene de Oxford?
-Si el señor quisiera hacer el favor de sentarse, yo le pediría permiso para reemplazarle
por el momento.
Diciendo esto, cogió el tenedor sin que yo hiciera ninguna resistencia y se inclinó sobre
la parrilla como si concentrara toda su atención en aquella operación delicada.
La llegada de Steerforth no nos habría molestado mucho; pero al momento nos
sentimos comple tamente humillados y desanimados con la presencia de su respetable servidor. Míster Micawber se dejó caer en una silla y se puso a canturrear para demostrar
que estaba completamente a sus anchas. El mango del tenedor, que había ocultado precipitadamente en su chaleco, asomaba como si acabara de darse una puñalada. Mistress
Micawber se calzó sus guantes oscuros y tomó un aire de languidez elegante. Traddles se
restregó con sus manos grasientas los cabellos, que se erizaron completamente, y miró al
mantel, confuso. En cuanto a mí, ya no era más que un bebé en mi propia mesa y apenas
me atrevía a lanzar una mirada sobre aquel respe table fenómeno, que llegaba no sabía de
dónde para poner mi casa en orden.
Entre tanto, él retiró el cordero de la parrilla y ofreció gravemente a todo el mundo. Se
aceptó, pero todos habíamos perdido el apetito, y no hicimos más que fingir que comíamos. Al vernos rechazar nuestros platos, los quitó sin ruido y puso el queso en la mesa.
Cuando terminamos, lo quitó al momento, amontonó los platos, dándoselos a la criada,
nos puso vasos pequeños, sirvió el vino y por sí mismo echó de la habitación a la criada.
Todo esto fue ejecutado a la perfección y sin que levantara siquiera los ojos, únicamente
ocupado, al parecer, en lo que hacía. Pero cuando se volvía de espaldas a mí me parecía
que sus codos expresaban altamente su firme convicción de que yo era extraordinariamente joven.