-¿Y mistress Micawber? -proseguí.
-Caballero -dijo míster Micawber-, también está, gracias a Dios, in statu quo.
-¿Y los niños, míster Micawber?
-Caballero -dijo míster Micawber-, tengo la alegría de poderle contestar que están en el
mejor estado de salud.
Durante todo aquel tiempo, míster Micawber no me había reconocido lo más mínimo,
aunque estábamos frente a frente. Pero ahora, viendo mi sonrisa, examinó mis rasgos con
mayor atención, retrocedió y exclamó:
-¿Es posible? ¿Es a Copperfield a quien tengo el gusto de volver a ver?
Y me estrechó las dos manos con la mayor efusión.
-¡Dios mío, míster Traddles --dijo míster Micawber-, pensar que encuentro en su
compañía al amigo de mi juventud, al compañero de días más jóvenes! ¡Querida mía!
-llamó por la escalera míster Micawber, mientras Traddles parecía, con razón, no poco
sorprendido de aquellas expresiones-. Hay aquí un caballero, en la habitación de míster
Traddles, que desea tener el gusto de ser presentado a ti, amor mío.
Míster Micawber reapareció inmediatamente y me estrechó las manos de nuevo.
-¿Y cómo está nuestro querido amigo el doctor, Copperfield --dijo mister Micawber-, y
todos los conocidos de Canterbury?
-Sólo he tenido buenas noticias de ellos --dije.
-¡Cómo me alegro! -dijo míster Micawber-. Fue en Canterbury donde nos encontramos
por última vez. A la sombra de aquel edificio religioso, para servirme del estilo figurado
inmortalizado por Chance; de ese edificio que ha sido en otras épocas la meta de
peregrinación de tantos via jeros de los lugares más ...; en una palabra --dijo míster Micawber-, al lado de la catedral.
-Es verdad -le dije.
Míster Micawber continuaba hablando con la mayor vo lubilidad; pero me parecía
observar en su rostro que escuchaba con interés ciertos ruidos que provenían de la habitación de al lado, como si mistress Micawber se lavara las manos y abriera y cerrara
precipitadamente cajones que no eran fáciles de abrir.
-Nos encuentra usted, Copperfield -dijo míster Micawber mirando a Traddles de reojo-,
establecidos por el momento en una situación modesta y sin pretensiones; pero usted sabe
que en el curso de mi carrera he tenido que atravesar tremendas dificultades y muchos
obstáculos que vencer. Usted no ignora que ha habido momentos de mi vida en que me
he visto obligado a hacer un alto en espera de que algunos sucesos previstos salieran
bien; y, en fin, que algunas veces he tenido que retroceder para conseguir lo que espero
llamar sin presunción dar mejor el salto. Por el momento estoy en una de esas épocas
decisivas en la vida de un hombre. Retrocedo para saltar mejor, y tengo motivos para
esperar que no tardaré en terminar con un salto enérgico.
Le expresaba toda mi satisfacción por aquellas noticias, cuando entró mistress
Micawber. Un poco más descuidada todavía de indumento que en el pasado, o quizá
consistiera en que había perdido la costumbre de verla; sin embargo, se había preparado
para ver gente, y hasta se había puesto un par de guantes oscuros.
-Querida mía -dijo mister Micawber acercándola a mí-; aquí está un caballero que se
llama Copperfield y que querría renovar la amistad contigo.
Habría sido preferible, por lo visto, preparar aquella sorpresa, pues mistress Micawber,
que estaba en un estado de salud precario, se conmovió tanto, que mister Micawber tuvo
que correr en busca de agua a la bomba del patio y llenar un cacharro para bañarle las
sienes. Se repuso pronto, sin embargo, y manifestó un verdadero placer al verme.
Estuvimos charlando todos juntos todavía cerca de media hora, y le pregunté por los