siguiente se me ocurrió ir en busca de mi antigun camarada. El tiempo que debía pasar
fuera de Londres había transcurrido, y habitaba en una callejuela cercana a la Escuela de
Veterinaria, en Camden Town, barrio principalmente habitado, según me dijo uno de
nuestros empleados, que vivía cerca, por jóvenes estudiantes de la Escuela, que
compraban burros vivos para hacer con ellos experimentos en sus habitaciones
particulares. Me hice dar por aquel mismo empleado algunos datos sobre la situación de
ese retiro académico, y a mediodía me encaminé en busca de mi antigun camarada.
La calle en cuestión dejaba bastante que desear, y me ha bría gustado mayor comodidad
para mi amigo Traddles. Parecía que sus habitantes eran demasiado propensos a lanzar en
medio de la calle todo lo que les estorbaba; de manera que no solamente estaba llena de
fango y basura, sino que además reinaba el mayor desorden y estaba llena de hojas de
coles. Y aquel día no era eso todo, pues además de las verduras había una zapatilla vieja,
una cacerola sin fondo, un sombrero negro y un paraguas, todo en mayor o menor estado
de descomposición, según pude apreciar mientras bus caba el número deseado.
El aspecto general del lugar me recordó vivamente los tiempos en que yo vivía con los
Micawber. Cierto aspecto indefinible de elegancia venida a menos, que se observaba en
la casa que yo buscaba, diferenciándola de las otras (aunque todas estaban construidas
sobre el mismo patrón y parecían esos intentos primitivos de colegial torpe que aprende a
dibujar casas), me recordaba todavía más a mis antiguos huéspe des. El diálogo a que
asistí al llegar a la puerta, que acababan de abrir al lechero, no hizo más que avivar mis
recuerdos.
-Veamos -decía el lechero a una criada muy jovencita-, ¿han pensado ya en mi cuenta?
-¡Oh! El señor dice que se ocupará de ella enseguida -respondió.
-Porque... -repuso el lechero continuando como si no hubiera recibido respuesta y
hablando más bien, según me pareció (por el tono y las miradas furiosas que lanzaba
hacia el interior), para que le escuchase alguien que estaba dentro de la casa, que para la
criadita- porque hace ya tanto tiempo que esta cuenta va corriendo, que empiezo a creer
que va a seguir corriendo siempre, y luego va a ser difícil atraparla. ¡Y puede usted
comprender que eso no lo puedo consentir! -gritó cada vez más alto, atravesando con su
tono penetrante toda la casa desde el corredor
Sus modales eran una anomalía nada de acuerdo con su tranquilo oficio de lechero. Su
cólera habría resultado excesiva en un carnicero y hasta en un vendedor de aguardiente.
La voz de la criadita se debilitó; pero me pareció, por el movimiento de sus labios, que
murmuraba de nuevo que iban a ocuparse enseguida de la cuenta.
-Escucha lo que voy a decirte -repuso el lechero fijando los ojos en ella por primera vez
y cogiéndola de la barbilla- : ¿te gusta la leche?
-Sí, mucho -replicó.
-Pues bien -continuó el lechero -; mañana no la traeré, ¿me oyes? Mañana no traeré ni
una gota.
La chica pareció tranquilizada al saber que, por lo menos, hoy sí la tendrían. El lechero,
después de hacer un gesto siniestro, le soltó la barbilla, y abriendo su cacharra de la peor
gana del mundo llenó la de la familia. Después se marchó gruñendo y se puso a vocear en
la calle la leche en tono furioso.
-¿Vive aquí míster Traddles? -pregunté.
Una voz misteriosa respondió «sí» desde el fondo del corredor. Entonces la criadita
repitió: «Sí.»
-¿Está en casa?
La voz misteriosa respondió de nuevo afirmativamente, y la criada hizo eco. Entonces
entré y, por las ind icaciones de la muchacha, subí, seguido, según me pareció, por un ojo