monio, o a la fortuna, creo que estaba tan alejado de todo pensamiento de aquel género
como en los tiempos en que amaba a la pequeña Emily. Llegar a poder llamarla Dora, a
escribirle, a amarla, a adorarla, a creer que ella no me olvi daba, aunque estuviera rodeada
de otros amigos, era para mí el máximo de la ambición humana. No hay duda de que yo
era entonces un pobre muchacho ridículo y sentimental; pero aquellos sentimientos
demostraban tal pureza de corazón que me impiden despreciar absolutamente su
recuerdo, por risible que me parezca hoy.
Me paseaba hacía poco rato, cuando a la vuelta de un sendero me encontré con Dora.
Todavía enrojezco de pies a cabeza al recordarlo y la pluma me tiembla entre los dedos.
-Sale... usted muy temprano, miss Spenlow - le dije.
-¡Oh! Me aburro en casa; miss Murdstone es tan absurda. Tiene las ideas más extrañas
sobre la necesidad de que la atmósfera esté bien purificada antes de que yo salga.
¡Purificada! (Aquí se echó a reír con la risa más melodiosa.) Los domingos por la mañana
no estudio, y algo tengo que hacer. Anoche le dije a papá que estaba decidida a salir.
Además, es el momento más hermoso del día, ¿no cree usted?
Emprendí el vuelo aturdidamente y le dije, o mejor dicho balbucí, que el tiempo me
parecía magnífico en aquel mo mento; pero que hacía un instante me parecía muy triste.
-¿Es un cumplido --dijo Dora-, o es que el tiempo ha cambiado en realidad?
Contesté, balbuciendo más que nunca, que no era un cumplido, sino la verdad, aunque
no había observado el menor cambio en el tiempo; me refería únicamente al que se había
producido en mis sentimientos, añadí tímidamente, para terminar la explicación.
Nunca he visto bucles semejantes a los que entonces sa cudió Dora para ocultar su
rubor; pero no es extraño que no los hubiera visto, pues no había bucles semejantes en el
mundo. En cuanto al sombrero de paja con cintas azules que coronaba aquellos bucles,
¡qué tesoro tan inestimable para colgar en mi habitación de Buckinghan-Street, si lo
hubiera tenido en mi poder!
-¿Llega usted de París? - le dije.
-Sí -respondió-. ¿Ha estado usted allí alguna vez?
-No.
-¿Irá usted pronto? ¡Le gustará tanto!
Mi fisonomía expresó un profundo sufrimiento. No podía resignarme a pensar que
esperaba verme marchar a París, que suponía que podría tener siquiera la idea de ir.
¡Mucho me importaba a mí París y Francia entera! Me sería imposible, en las
circunstancias actuales, abandonar Inglaterra ni por todos los tesoros del mundo. Nada
podría decidirme. En r esumen, dije tanto, que ella empezaba de nuevo a esconder la cara
tras los bucles, cuando a lo largo del sendero llegó corriendo el perrito, para descanso
nuestro.
Estaba horriblemente celoso de mí, y se obstinaba en ladrarme entre las piernas. Ella lo
cogió en brazos ¡oh Dios mío! y le acarició, sin que dejara de ladrar.
No quería que yo le tocara, y entonces ella le pegó; mis sufrimientos aumentaban al ver
los golpecitos que le daba en el hocico para castigarle, mientras él guiñaba los ojos y le
lamía las manos, al mismo tiempo que continuaba gruñendo entre dientes en voz baja.
Por fin se tranquilizó (¡ya lo creo, con aq uella barbillita con hoyuelos apoyada en su
hocico!) y tomamos el camino de la terraza.
-No time usted demasiada amistad con miss Murdstone, ¿verdad? -dijo Dora- ¡Querido
mío! (Estas dos últimas palabras se dirigían al perro. ¡Oh si hubiese sido a mí!)
-No -repliqué yo-; ninguna.
-Es muy fastidiosa -añadió haciendo un gestito-. Yo no sé en qué ha estado pensando
papá para traerme de compañera a una persona tan insoportable. ¡No parece sino que