Spenlow era exclusivamente de plata y porcelana de China y, además, que se bebía
champán durante toda la comida como se bebe cerveza en otras par tes. El viejo abogado
de la peluca, que se llamaba míster Tiffey, había estado muchas vec es en Norwood en el
transcurso de su carrera y había podido entrar hasta el comedor, que describía como una
habitación de lo más suntuosa, tanto más porque había bebido en ella jerez de la
Compañía de las Indias, de una calidad tan especial que causaba sorpresa.
El Tribunal de Doctores se ocupaba aquel día de un asunto atrasado: condenar a un
panadero que se había negado a pagar el impuesto de adoquinado, y como la causa era
dos veces más larga que Robinson Crusoe (según un cálc ulo que hice), aquello terminó
algo tarde. Condenamos al panadero a mes y medio de prisión y a pagar daños y perjuicios; después de esto, el procurador del panadero, el juez y los abogados de ambas
partes, que eran todos parientes, se fueron juntos hacia la ciudad, y míster Spenlow y yo
nos fuimos en su faetón.
Era un coche muy elegante; los caballos levantaban la cabeza y movían las patas como
si supieran que pertenecían al Tribunal de Doctores.
Había mucha competencia entre los doctores sobre cualquier cosa, y teníamos algunos
coches muy cuidados, aunque yo siempre había considerado y consideraré que en mi
época el gran artículo de competencia era el almidón de los cuellos, pues los
procuradores hacían tal consumo de él que no creo que la naturaleza humana pudiera
soportar más.
Por el camino íbamos muy contentos y míster Spenlow me dio algunos consejos
relativos a mi profesión. Decía que era la profesión más distinguida del mundo y que no
debía confundirse con el oficio de abogado, pues eran cosas completamente distintas,
infinitamente más exclusiva, menos mecánica y de más provecho la de procurador.
Tratábamos las cosas mucho más cómodamente allí que en ninguna parte, y esto hacía de
nosotros una clase aparte, privilegiada. Me dijo que no podía por meno s de reconocer el
hecho desagradable de que casi siempre nos utilizaban los abogados; pero me dio a
entender que eran una raza inferior de hombres, universalmente mirados de arriba abajo
por todos los procuradores que se respetaban.
Pregunté a míster Spenlow qué negocios profesionales le parecían los mejores, y me
dijo que una buena causa de testamento, donde se trate de un pequeño estado de treinta o
cuarenta mil libras, era quizá lo mejor de todo. En un caso así, decía, no solamente hay a
cada momento una buena cosecha de ganancias, por vía de argumentación, sino que además los papeles se van amontonando con los testimonios, los interrogatorios, los
contrainterrogatorios (y no hay que decir nada si apelan primero a los delegados y
después a los lores, pues como tienen asegurado el pago con el valor de la propiedad,
ambas partes siguen con valor hacia adelante sin preocuparse del gasto). Después se
lanzó a elogiar al Tribunal. Decía que lo más digno de admirar en él era su concentración.
Era el mejor organizado del mundo; se tenía todo a mano. Por ejemplo: llevaban una
causa de divorcio, o una causa de restitución al Consistorio. Muy bien. Se intentaba en el
Consistorio, y se hacía como un juego en familia y con toda tranquilidad. Supongamos
que no quedasen satisfechos con el Consistorio. ¿Qué se hace? Pues se lleva a los Arcos.
¿Y qué es el Tribunal de los Arcos? Pues el mismo Tribunal, en la misma habitación, con
el mismo foro y los mismos consejeros, pero con otro juez; pero el del Consistorio puede
it allí cuando le conviene como abogado. Bien; allí vuelve a empezar el juego. ¿Todavía
no se está satisfecho? Muy bien. ¿Qué se hace entonces? Pues lo pueden llevar a los
delegados. ¿Y quiénes son los delegados? Pues verá usted. Los delegados eclesiásticos
son los abogados sin causas, que han visto el juego de los dos Tribunales, que han visto
dar las cartas, echarlas y cortarlas; que han hablado con todos los jugadores, y que