testigos de mi infancia, mientras Steerforth, después de haberme acompañado una vez, no
tuvo ya ningún interés en volver; tanto es así, que tres o cuatro veces, en ocasiones que
recuerdo perfectamente, nos separamos después de desayunar muy temprano para
encontranos por la noche bastante tarde. Yo no tenía idea de cómo empleaba él aquel
tiempo; únicamente sabía que era muy popular en el pueblo y que encontraba cien
maneras de divertirse donde otro no habría encontrado ninguna.
Por mi parte, durante mis peregrinaciones solitarias sólo me ocupaba en recordar cada
paso del camino que había seguido tantas veces y en ir reconociendo los sitios donde
había vivido antes, sin cansarme nunca de volver a ver los. Erraba en medio de mis
recuerdos, como mi memoria lo había hecho tan a menudo, y detenía el paso (como había
detenido tantas veces mi pensamiento cuando estaba lejos de Bloonderstone) bajo el árbol
en que descansaban mis padres. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compasión cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a
mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado después con tanto cariño que la había convertido en un pe queño jardín, me atraía en mis
paseos durante horas enteras. Estaba en un rincón del cementerio, a unos pasos del pequeño sendero, y yo podía leer los nombres en la piedra mientras escuchaba sonar las
horas en el reloj de la iglesia, recordándome una voz que ya había callado. Aquellos días
mis reflexiones se unían siempre a cuál sería mi porvenir en el mundo y a las cosas
magníficas que no dejaría de ejecutar. Era el estribillo que respondía en mi alma al eco de
mis pasos, y permanecía tan constante a estos pensamientos soñadores como si hubiera
venido a encontrarme en la casa a mi madre viva, para edificar a su lado mis castillos en
el aire.
Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos, abandonados
hacía tanto tiempo por los cuervos, habían desaparecido por completo, y los árboles
habían sido podados de manera que era imposible reconocer sus formas. El jardín estaba
en muy mal estado y la mitad de las ventanas de la casa cerradas. La habitaba un pobre
loco y la gente se encargaba de cuidarle. El loco se pasaba la vida en la ventanita de mi
habitación, que daba al cementerio, y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su
extravío, no encontrarían a veces las mismas ilusiones que había ocupado mi espíritu
cuando me levantaba de madrugada en ve rano y vestido únicamente con mi camisón
miraba por aque lla ventanita para ver los corderos que pacían tranquilamente bajo los
primeros rayos del sol alegre.
Nuestros antiguos vecinos míster y mistress Graypper habían partido para Sudamérica,
y la lluvia, penetrando por el tejado de su casa desierta, había manchado de humedad los
muros exteriores. Míster Chillip se había vuelto a casar; su mujer era alta y delgada, con
la nariz aguileña, y tenían un niño muy delicado, con una enorme cabeza, cuyo peso no
podía soportar, y con dos ojos opacos y fijos, que parecían siempre preguntar por qué
había nacido.
Era con una singular mezcla de placer y de tristeza como vagaba por mi pueblo natal
hasta el momento en que el sol de invierno, empezando a bajar, me advertía de que ya era
tiempo de emprender el regreso. Pero cuando estaba de vuelta en el hotel y me
encontraba en la mesa con Steerforth, al lado de un fuego ardiente, pensaba con delicia en
mi paseo del día. Y este mismo sentimiento, aunq ue más atenuado, sentí a cuando entraba
por la noche en mi habitación, tan limpia, y me decía, ojeando las páginas del libro de los
«cocodrilos» (siempre allí encima de una mesa), que era una felicidad tener un amigo
como Steerforth, una amiga como Peggotty y haber encontrado en la persona de mi
excelente y generosa tía un ser que sabía reemplazar tan bien a los que había perdido.