Yo estaba conmovido al ver a un hombretón como Ham temblando de la fuerza de lo
que sentía por la preciosa criaturilla que le había ganado el corazón. Me conmovía la sencillez y la confianza depositada en nosotros por míster Peggotty y por el mismo Ham. Me
conmovía todo el relato. Si en mi emoción influían los recuerdos de mi infancia, no lo sé.
Si había ido allí con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily, no lo sé.
Pero sé que estaba contento por todo aquello. Al principio era como una indescriptible
sensación de alegría, que la menor cosa habría podido cambiar en sufrimiento.
Por lo tanto, si hubiera dependido de mí el tocar con acierto la cuerda que vibraba en
todos los corazones, lo ha bría hecho de una manera bien pobre. Pero dependió de
Steerfort h, y él lo hizo con tal acierto, que en pocos minutos todos estábamos tan
tranquilos y todo lo felices que era posible.
-Míster Peggotty -dijo-, es usted un hombre excelente y merece toda la felicidad de esta
noche. ¡Venga su mano! Ham, muchacho, te feli cito; ¡venga también tu mano! Florecilla,
anima el fuego y hazlo brillar como merece el día. Míster Peggotty, si no decide usted a
su linda sobrina a que vuelva a su sitio, me voy. No querría causar ni por todo el oro de
las Indias un vacío en su reunión de esta noche, y ese vacío menos que ningún otro.
Míster Peggotty fue a mi antigua habitación a buscar a la pequeña Emily. Al principio
no quería venir, y Ham desapareció para ayudarle. Por fin la trajeron. Estaba muy
confusa y muy retraída; pero se repuso un poco al darse cuenta de los modales dulces y
respetuosos de Steerforth hacia ella, del acierto con que evitó todo aquello que podía
azorarle, la animación con que hablaba míster Peggotty de barcos, de ma rejadas, de
buques y de pesca. Su manera de referirse a mí en la época en que había visto a míster
Peggotty en Salem House; el placer que sentía al ver el barco y su carga; en fin, la gracia
y la naturalidad con las cuales nos atrajo a todos por grados en un círculo encantado,
donde hablábamos sin confusión y sin reserva.
Verdaderamente Emily dijo poco en toda la noche; pero miraba y escuchaba, y su rostro
se había animado, y estaba encantadora. Steerforth contó la historia de un terrible naufragio (que se le vino a la memoria por su conversación con míster Peggotty) como si lo
tuviera presente ante sí, y los ojos de la pequeña Emily estaban fijos en él todo el tiempo
como si ella también lo viera. Después, como para reponernos de aquello, y con tanta
alegría como si la narración fuera tan nueva para él como para nosotros, nos contó una
aventura cómica que le había ocurrido; y la pequeña Emily reía, hasta que el barco resonó
con aquellos musicales sonidos y todos nosotros reímos (Steerforth también), en
irresistible simpatía, con una alegría tan franca y tan ingenua. Míster Peggotty cantó,
mejor dicho, rugió, «Cuando el viento de tormenta sopla, sopla, sopla», y Steerforth
mismo entonó después también una canción de marineros con tanta emoción, que parecía
que el verdadero viento gemía alrededor de la casa y murmuraba a través del silencio que
estaba allí escuchando.
En cuanto a mistress Gudmige, Steerforth la arrancó de la melancolía con un éxito
nunca obtenido por nadie (según me informó míster Peggotty) desde la muerte del «
viejo» . Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus miserias, que al día siguiente dijo que
la debía de haber embrujado.
Pero no vaya a creerse que guardó el monopolio de la atención general y de la
conversación. Cuando la pequeña Emily recobró valor y me habló (todavía algo
avergonzada), a través del fuego, de nuestros antiguos paseos por la playa, cogiendo
conchas y caracoles; y cuando le pregunté si recor daba cómo la quería yo y, cuando
ambos, riendo, enrojecimos recordando los buenos viejos tiempos que tan lejanos nos
parecían, Steerforth estaba silencioso y atento y nos observaba pensativo. Emily estuvo
sentada toda la noche en nuestro antiguo cajón, en el rinconcito, al lado del fuego, con