Charles Dickens | Page 187

decir que lo es --dijo míster Omer-, y que ella misma no sabe lo que quiere, y nunca está tranquila. Pero nada más se puede decir de ella, ¿no es verdad, Minnie? -No, padre -dijo mistress Joram-; eso es todo. -Así, cuando encontró una colocación --continuó míster Omer- para acompañar a una señora anciana y difícil, no congeniaron y no pasó de ahí. Por último ha venido a esta casa de aprendiza, pronto hará ya tres años, y es la mejor chica que se puede encontrar. Trabaja como seis. Minnie, ¿no hace ahora ella el trabajo de seis obreras? -Sí, padre ---contestó Minnie-; que no se diga que no le hago justicia. -Muy bien -dijo míster Omer-; así debe ser. Y así, caballerito -añadió después de unos momentos de acariciarse la barbilla-, para que no me considere usted tan charlatán como corto de aliento, creo que es todo lo que le puedo decir. Como al hablar de Emily bajaban la voz, supuse que estaba cerca, y al preguntarlo, míster Omer me indicó que sí, y me señaló hacia la puerta interior. Me apresuré a preguntar si podía mirar y, al darme su permiso, miré a través de los cristales y la vi sentada trabajando; la vi; y era la más preciosa criatura del mundo: pequeñita, con sus grandes ojos azules, que habían penetrado en mi infantil corazón; estaba riéndose vuelta hacia otro niño de Minnie, que jugaba a su lado, y había tal decisión en su rostro brillante, mezclada con mucho de su antigua expresión caprichosa, que me pareció justificado todo lo que había oído. Pero no había nada en su belleza, estoy seguro, que pudiera hacer esperar otra cosa que bondad y felicidad y una vida tranquila y dichosa. El martilleo del patio parecía como si no hubiese cesado nunca, y resonaba débilmente durante todo el tiempo. -¿Quiere usted entrar a hablarle? ---dijo míster Omer-. Hágalo como si estuviera en su casa. Era demasiado tímido para hacerlo. Me asustaba que ella se azorase, y no me asustaba menos mi propio azoramiento; pero me enteré de la hora a la que salía por la noche, con objeto de hacer nuestra visita a tiempo; y despidiéndome de míster Omer, de su linda hija y de los dos nenes, me fui en busca de mi querida y vieja Peggotty. Allí estaba, en su cocinita, haciendo el almuerzo. En cuanto llamé a la puerta, me abrió y me preguntó qué deseaba. La miré con una sonrisa; pero ella no me correspondió. No habíamos dejado nunca de escribirnos; pero hacía siete años que no nos veíamos. -¿Está míster Barkis en casa, señora? -dije fingiendo una voz ronca. -Sí, señor; está en casa -contestó Peggotty-; pero está en cama con su reúma. -¿Ahora ya no va a Bloonderstone? -pregunté. -Cuando se ponga bueno, sí señor - me contestó. -¿Y usted no va nunca allí, mistress Barkis? Me miró más atentamente y observé un rápido movimiento de sus manos, como para juntarse. -Porque tenía que hacerle algunas preguntas sobre una casa de allí, que se llamaba... ¿Cómo era?... La Rookery -dije. Peggotty dio un paso atrás y extendió las manos, asustada, como rechazándome. -¡Peggotty! -grité. Y ella exclamó: -¡Mi niño, mi niño querido! Y ambos nos deshicimos en lágrimas uno en brazos del otro. Las extravagancias que hizo llorando y riendo abrazada a mí; lo orgullosa que estaba, lo contenta; lo triste de que aquella de quien podía ser el orgullo y la alegría no estuviera ni pudiera abrazarme, no tengo corazón para contarlo. Es taba tan conmovido, que no me equivoco al creer que me mostré muy niño correspondiendo a todas sus emociones.