-Excepto bien, naturalmente -repuso el Veterano-, pues estoy segura de que ha cogido
insolaciones terribles, fiebres y todo lo que se pueda imaginar; en cuanto al hígado
-añadió con resignación-, se despidió de él desde el primer momento que se vio allí.
-¿Y es él quien les dice todo eso? -preguntó míster Wickfield.
-¿Decírnoslo él? Amigo mío -repuso mistress Mackle ham sacudiendo su cabeza y su
abanico-, ¡qué poco le conoce usted cua ndo hace esa pregunta! ¿Decirlo él? No. Antes se
dejaría arrastrar de los talones por cuatro caballos salvajes que decirlo.
-¡Mamá! -dijo mistress Strong.
-Annie, querida mía -replicó su madre-. De una vez por todas te ruego que no me
interrumpas más, a no ser para darme la razón. Sabes tan bien como yo que te primo
antes se dejaría arrastrar por un número infinito de caballos salva jes (no sé por qué me
voy a limitar a cuatro, no debo limitarme a cuatro), ocho, dieciséis, treinta y dos, antes
que pronunciar una palabra que pueda desbaratar los planes del doctor.
-Los planes de Wickfield-dijo el doctor, restregándose la cara y mirando, arrepentido, a
su mujer-; es decir, el plan formado entre los dos. Yo sólo dije: «Cerca o lejos».
-Y yo dije: «Lejos» -añadió míster Wickfield grave mente-; y como tuve ocasión de
enviarle lejos, mía es la responsabilidad.
-¿Quién habla de responsabilidades? -dijo el Veterano-. Todo ha estado muy bien
hecho, mi querido Wickfield. Además, sabemos que todo ha sido con las mejores intenciones del mundo; pero si ese pobre muchacho no puede vivir allí, ¡qué se le va a
hacer! Si no puede vivir, morirá antes que desbaratar los proyectos del doctor. Le
conozco muy bien -dijo mistress Mackleham moviendo el abanico con ademán de
tranquila y profética resignación-; estoy segura de que morirá antes que desbaratar los
planes del doctor.
-Pero, señora -dijo alegremente el doctor Strong-, yo no soy tan fanático en mis
proyectos que no pueda destruirlos o modificarlos. Si mister Maldon vuelve a Inglaterra a
causa de su mala salud, no le dejaremos que se vuelva a marchar y trataremos de
proporcionarle algo más ventajoso aquí.
Mistress Mackleham quedó tan sorprendida de la generosidad de estas palabras (que no
había previsto ni provocado), que no pudo más que decir al doctor que no esperaba
menos y que se lo agradecía muhcísimo; y repitió muchas veces su gesto favorito
besando la punta del abanico antes de acariciar con él la mano de su sublime amigo.
Después de lo cual regañó a su hija porque no era más expansiva cuando el doctor
colmaba de bondades a un antiguo compañero de infancia, y esto únicamente por cariño a
ella. Más tarde estuvo hablando de los méritos de muchos miembros de su familia que
sólo necesitaban a alguien que les pusiera el pie en el estribo.
Todo aquel tiempo su hija Annie no había desplegado los labios ni levantado los ojos.
Míster Wickfield no había dejado de mirarla y parecía no darse cuenta de que tal atención
por ella, muy evidente, sin embargo, pudiese extrañar a los demás, pues le preocupaba
tanto mistress Strong y los pensamientos que le sugería, que estaba completamente
absorto. Por último, preguntó qué era, en realidad, lo que Jack Maldon escribía sobre su
situación y a quién había dirigido sus cartas.
-He aquí -dijo mistress Mackleham cogiendo por encima de la cabeza del doctor una
carta de la chimenea-, he aquí lo que ese pobre muchacho dice al mismo doctor. ¿Dónde
está? ¡Ah, aquí! «Siento mucho verme obligado a decirle que mi salud se ha resentido
bastante y que temo verme en la necesidad de volver a Inglaterra por algún tiempo; es mi
única esperanza de curación.» Me parece que está bastante claro. ¡Pobre muchacho! Su
única esperanza de curación. Pero la carta a Annie es más explícita todavía. Annie,
enséñame otra vez esa carta.