-Mi querida Annie -repuso el Veterano-, no he termi nado aún. Como me preguntas,te
contesto, y no he terminado. Me quejo de que realmente eres un poco descastada con tu
familia, y como es inútil quejarme a ti, quiero que jarme a tu marido. Ahora, mi querido
doctor, mire a su tontuela mujer.
Al volver el doctor su bondadoso rostro con sonrisa de sencillez y dulzura hacia ella,
inclinó aún más la cabeza. Observé que míster Wickfield la miraba fijamente.
-Cuando el otro día le dije a esta antipática -prosiguió su madre moviendo la cabeza y
su abanico coquetonamente hacia ella- que había una necesidad en la familia que podría
contarle a usted; mejor dicho, que debía contársela, me dijo que hablar de ello era pedir
un favor, y que como usted era demasiado generoso para ella, pedir era tener, y que no lo
diría nunca.
-Annie, querida mía --dijo el doctor-, aquello estuvo mal, porque fue robarme una
alegría.
-Casi con las mismas palabras que yo se lo dije -exclamó su madre-. Desde ahora en
adelante, en cuanto sepa que hay algo que no lo va a decir por esa razón, estoy casi
segura, mi querido doctor, de que se lo diré yo misma.
-Me alegrará que lo haga -repuso el doctor.
-¿De verdad?
-Ciertamente.
-Bien; entonces lo haré --dijo el Veterano-; trato he cho.
Supongo que por haber conseguido lo que quería golpeó varias veces la mano del
doctor con su abanico, que había besado antes, y se volvió triunfante a su primer asiento.
Después llegó más gente. Entre otros, dos profesores con Adams, y la charla se hizo
general y, como es natural, versó sobre Jack Maldon, sobre su viaje, sobre el país donde
iba y sus diversos planes y proyectos. Partía aquella noche después de la cena en silla de
postas para Gravesen, donde el barco en que iba a hacer el viaje lo esperaba, y a menos
de que le dieran permiso, o a causa de la salud, partía para no sé cuántos años. Recuerdo
que fue generalmente reconocido que la India era un país calumniado, al que no había
nada que objetar más que un tigre o dos y un poco de calor excesivo durante gran parte
del día. Por mi parte, miraba a Jack Maldon como a un Simbad moderno y me lo figuraba
amigo íntimo de todos los rajás del Oriente, sentado fumando largas pipas de oro, que lo
menos tendrían una milla de largas si se hubieran podido desenvolver.
Yo sabía que mistress Strong cantaba muy bien, porque la había oído a menudo cuando
estaba sola; pero fuera porque le asustaba cantar delante de gente o porque aquella noche
no tenía buena voz, el caso es que no pudo cantar. Intentó un dúo con su primo Maldon,
pero no pasó del principio, y después, cuando intentó cantar sola, aunque empezó dulcemente, se apagó su voz de pronto, dejándola confusa, con la cabeza inclinada encima de
las teclas.
El buen doctor dijo que estaba nerviosa, y para animarla propuso un juego general de
cartas, de lo que entendía tanto como de tocar el trombón; pero vi que el Veterano le
tomó bajo su custodia como compañero y le daba lecciones, diciéndole como primera
iniciación que le entregara todo el dinero que llevase en el bolsillo.
Fue un juego divertido, no siendo la menor diversión las equivocaciones del doctor, que
eran innumerables a pesar de la vigilancia de las mariposas y de su indignación. Mistress
Strong había renunciado a jugar, bajo el pretexto de no encontrarse muy bien, y su primo
Maldon también se excusó porque todavía tenía algunos paquetes por hacer. Cuando
volvió de hacerlos, se sentó a charlar con ella en el sofá. De vez en cuando Annie iba a
mirar las cartas del doctor y le aconsejaba una jugada. Estaba muy pálida, estaba muy pá-