y es como una figura de la cual se sirve, una comparación, y ¿por qué no lo ha de hacer
así, si le parece bien?
Ciertamente, tía -dije.
-No es así como se expresa la gente por lo general, ni es ese el lenguaje que se emplea
en negocios, ya lo sé; por eso insisto para que no lo ponga en su Memoria.
-¿Es que... es una Memoria sobre su propia vida lo que escribe, tía?
-Sí, pequeño -respondió frotándose de nuevo la na riz-. Está haciendo una Memoria para
asuntos suyos, diri gida al lord Chambelan o al lord no sé cuántos; en fin, a uno de esos a
quienes se paga para que reciban Memorias. Supongo que la enviará uno de estos días;
todavía no ha conseguido redactarla sin mezclar en ella la alegoría; pero ¡qué más da!, así
se entretiene.
El caso es que después descubrí que míster Dick trataba desde hacía diez años de
impedir al rey Carlos I que apareciese en su Memoria, sin conseguirlo.
-Repito -dijo mi tía- que nadie conoce el espíritu de ese hombre como yo; es el más
cariñoso y fácil de llevar. ¿Que le gusta lanzar una cometa de vez en cuando? ¿Eso qué
significa? Franklin también soltaba cometas y era cuáquero o algo parecido, si no me
equivoco, y un cuáquero soltando cometas es mucho más ridículo que otro hombre
cualquiera.
Si hubiera podido suponer que mi tía me contaba aq uellos detalles para mi educación
personal o por darme una prueba de confianza, me habría sentido muy halagado y habría
sacado pronósticos favorables de semejante favor. Pero no podía hacerme ilusiones; era
evidente para mí que si se metía en aquellas explicaciones era porque la cuestión se
presentaba, a pesar suyo, en su espíritu, y era a sí misma a quien se dirigía y no a mí,
aunque pareciera que me dedicaba su dis curso, en ausencia de mejor interlocutor.
Al mismo tiempo debo decir que la generosidad con que defendía a míster Dick no
solamente me inspiraba muchas esperanzas egoístas, sino que también despertaba en mi
corazón cierto afecto hacia ella. Creo que empezaba a darme cuenta de que, a pesar de
todas sus excentricidades y extrañas fantasías, era una persona que merecía respeto y confianza. Aunque estaba lo mismo de animada que la víspera contra los burros, y fuese
violenta su indignación cuando se precipitaba al jardín para defender el césped si veía que
un joven al pasar le ponía los ojos tiernos a Janet, sentada en su ventana (lo que era una
de las ofensas más grandes que se podía hacer a la dignidad de mi tía), me era imposible,
sin embargo, no sentir cada vez más respeto hacia ella y menos temor.
Esperaba con extraordinaria ansiedad la respuesta de míster Murdstone; pero hacía
grandes esfuerzos para disimularlo y por serles simpático a mi tía y a míster Dick. Tenía
que salir con este último a lanzar la gran cometa; pero como no tenía más trajes que el
indumento un poco extravagante con que me había adornado mi tía en el primer
momento, me veía obligado a permanecer en casa, excepto una hora después de
oscurecer, que mi tía me hacía dar un paseo para mi salud por delante del jardín antes de
meterme en la cama. Por último llegó la respuesta de míster Murdstone. Mi tía me informó, con gran terror por mi parte, que iba a venir a ha blarle en persona al día siguiente.
Al otro día todavía estaba con mi curioso indumento y contaba las horas tembloroso y
muy preocupado en lucha con mis esperanzas, que sentí debilitarse, y mis temores, que
podían conmigo, esperando a cada momento sentirme estremecer a la vista de su sombrío
rostro y muy impaciente porque no llegaba.
Mi tía estaba un poco más agresiva y severa que de costumbre; en ninguna otra cosa se
le notaba que se preparase a recibir al que tanto temor me inspiraba a mí. Trabajaba delante de la ventana, y yo, sentado a su lado, reflexionaba en los resultados posibles a
imposibles de la visita de míster Murdstone. La tarde avanzaba y la comida había sido