Estos gritos, acompañados del ofrecimiento de un cuchillo para abrir el jergón, le
exasperaban a tal punto, que se pasaba el día sobre los chicos, que luchaban con él un
momento y después escapaban de sus manos. A veces, en su rabia, me tomaba por uno de
ellos y se lanzaba contra mí, gesticulando como si fuera a destrozarme; pero me recono cía a tiempo y volvía a meterse en la tienda y a echarse en su lecho, lo que intuía por la
dirección de su voz. Allí rugía en su tono de costumbre la Muerte de Nelson, colocando
un ¡ay! delante de cada verso y sembrándolo de innumerables ¡goruu, goruu! Para colmo
de mis desgracias, los chicos de los alrededores, creyendo que pertenecía al
establecimiento, al ver la perseverancia con que permanecía a medio vestir sentado
delante de la puerta, me tiraban piedras insultándome.
Todavía hizo muchos esfuerzos aquel hombre para convencerme de que debíamos
hacer un cambio. Una vez apareció con una caña de pescar, otra con un violín; también
me ofreció sucesivamente un sombrero de tres picos y una flauta. Pero yo resistí a todas
aquellas tentaciones y continué delante de la puerta, desesperado, conjurándole con lágrimas en los ojos para que me diera mi dinero o mi chaqueta. Por fin empezó a pagarme en
medios peniques y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.
-¡Ay mis ojos! ¡Ay mis piernas! -empezó a gritar entonces, asomando su horrible rostro
fuera de la tienda, ¿Quieres conformarte con dos peniques más?
-No puedo -respondí-; me moriría de hambre.
-¡Ay mis pulmones y mi estómago! ¿Tres peniques?
-Si pudiera no estaría regateando por unos peniques - le dije-; pero necesito ese dinero.
-¡Ay, goruu, goruu!
Es imposible transcribir la expresión que dio a su exclamación oculto tras de la puerta,
sin asomar más que su maligno rostro.
-¿Quieres marcharte con cuatro peniques?
Estaba tan agotado, tan rendido, que acepté, cansado de aquella lucha; y cogiendo el
dinero de sus garras, un poco tembloroso, me alejé un momento antes de que acabara de
ponerse el sol, con más hambre y más sed que nunca. Pero pronto me repuse por
completo gracias a un gasto de tres peniques y, reanudando valerosamente mi camino,
anduve siete millas aquella tarde.
Me refugié para pasar la noche al lado de otro almiar y dormí profundamente, después
de haber lavado mis pies doloridos en un arroyo cercano y de haberlos envuelto en hojas
frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente por la mañana, vi extenderse
por todas partes ante mis ojos campos en flor y huertos. La estación estaba ya lo bastante
adelantada y los árboles estaban cubiertos de manzanas ma duras y la recolección
empezaba en algunos sitio s. La belleza del campo me sedujo infinitamente y decidí que
aquella noche me acostaría en medio de los campos, imaginándome que sería grata
compañía la larga perspectiva de ramas con sus hojas graciosamente enroscadas a su
alrededor.
Aquel día tuve varios encuentros que me inspiraron un terror cuyo recuerdo todavía
está vivo en mi imaginación. Entre las gentes que vagaban por la carretera vi muchos
desgraciados que me miraban ferozmente y que me llamaban cuando les había adelantado
diciéndome que me acercara a hablarles, y que cuando empezaba a correr huyendo me
tiraban piedras. Recuerdo sobre todo a un joven latonero ambulante lo recuerdo con su
mochila y su rejuela; le acompañaba una mujer, y me miró de un modo tan terrible y me
gritó de tal modo que me acercara, que me detuve y me volví a mirarle.
-Ven cuando se te llama -dijo el latonero- o te saco las tripas.
Pensé que era mejor acercarme. Cuando estuve cerca, mi rándole para tratar de
apaciguarlo, observé que la mujer tenía un ojo amoratado.