mientras mis antiguos compañeros se le vantaban y emprendí el camino por la larga
carretera polvo rienta que me habían indicado, cuando formaba parte de los alumnos de
míster Creakle, como la de Dover en un tiempo en que no podía ni figurarme que nadie
pudiera verme un día viajando de ese modo por aquel camino.
¡Qué distinta esta mañana de domingo de las mañanas de domingo en Yarmouth!
Cuando llegó su hora oí sonar las campanas de las iglesias y me encontré con gentes que
se dirigían a ellas; también pasé por delante de una o dos iglesias mientras se celebraba el
culto: los cantos resonaban bajo la luz del sol, y un sacristán que estaba a la sombra del
pórtico enjugándose la frente me miro con enojo al verme pasar sin detenerme. La paz y
el reposo de los domingos reinaba en todas partes, excepto en mi corazón. Me parecía
que me acusaba y denunciaba a los fieles observadores de la ley del do mingo por el polvo
que me cubría y por mis revueltos cabellos. Sin el recuerdo, siempre presente a mis ojos,
de mi madre en todo el esplendor de su belleza y de su juventud, sentada delante del
fuego y llorando, y mi tía enterneciéndose un momento sobre ella, no sé si habría tenido
valor para continuar mi camino. Pero aquella fantasía de mi imagina ción andaba todo el
tiempo ante mis ojos y yo la seguía.
Aquel día anduve veintitrés millas por la carretera, aunque con dificultad, pues no
estaba acostumbrado a ello. To davía me veo, a la caída de la tarde, atravesando el puente
de Rochester y comiéndome el pan que había reservado para la cena. Una o dos casitas
con el rótulo de «Alojamiento para viajeros» eran para mí una tentación; pero no me
atrevía a gastar los pocos peniques que me quedaban, y además me asustaban los rostros
sospechosos de los vagabundos que encontraba en ellas y pasaba de largo. Por lo tanto,
como la noche anterior, sólo pedí su abrigo al cielo, y llegué penosa mente a Chathans,
que en las tinieblas de la noche era como un sueño de cal, de puentes levadizos, de barcos
sin palos anclados en un río de fango. Me deslicé por un sitio cubierto de musgo que daba
a una callejuela, y me acosté al lado de un cañón. El centinela que estaba de guardia
andaba de arriba abajo, y tranquilizado por su presencia, aunque él ni siquiera suponía la
mía, como tampoco la suponían la víspera mis compañeros, me dormí profundamente
hasta la mañana.
Muy cansado y con los pies doloridos me desperté aturdido por el sonar de los tambores
y por el ruido de los pasos de los soldados que parecían rodearme por todas partes. Sentí
que no podía it más lejos aquel día, si es que quería tener fuerzas para llegar al fin de mi
viaje. En consecuencia eché a andar por una calle estrecha, decidido a hacer de la venta
de mi chaqueta el asunto del día. Me la quité para irme acostumbrando a ir sin ella, y
poniéndomela debajo del brazo empecé mi ronda de inspección por todas las tiendas de
reventa.
El sitio era bien elegido para ello, pues las casas de compraventa eran muy numerosas y
sus dueños estaban a la puerta en espera de los clientes; pero la mayoría de los
escaparates ostentaban uno o dos trajes de oficial, con sus charreteras y todo, a
intimidado por aquel esplendor dudé mucho antes de atreverme a ofrecerle a nadie mi
chaqueta.
Aquella modestia atrajo mi atención hacia las tiendas donde se vendían los andrajos de
los marineros y hacia las del estilo de la de míster Dollby. Me habrían parecido dema siadas pretensiones dirigirme a las de mayor categoría. Por fin descubrí una tiendecita
cuyo aspecto me pareció propicio; en el rincón de una callejuela que terminaba en un
campo de ortigas, rodeada de una valla cargada de trajes de marinero mezclados con
fusiles viejos, cunas de niños, sombreros de hule y cestos llenos de tal cantidad de llaves
mohosas, que la colección parecía lo bastante rica para abrir todas las puertas del mundo.