pios asuntos, completamente feliz de trabajar en una empresa que no le sería de ninguna
utilidad, puso manos a la obra y redactó la petición, la copió en una hoja de papel que
extendió encima de la mesa, y después convocó al club entero y a todos los habitantes de
la prisión por si querían venir a depositar su firma en aquel documento.
Cuando oí anunciar la proximidad de aquella ceremonia sentí tales deseos de ver entrar
a todos uno detrás de otro, aunque los conocía ya a casi todos, que conseguí un permiso
de una hora en Murdstone y Grimby y me instalé en un rin cón para asistir al espectáculo.
Los principales miembros del club, aquellos que habían podido entrar en la habitación sin
llenarla del todo, estaban delante de la mesa con míster Micawber. Mi antiguo amigo, el
capitán Hopkins, que se había lavado la cara en honor del acto, se había instalado solemnemente al lado del documento para leérselo a los que no conocían su contenido. La
puerta se abrió por fin y comenzó el desfile. Entraba uno, y los otros esperaban en puerta
mientras aquel firmaba. El capitán Hopkins les preguntaba a todos: «¿Lo ha leído usted?
No. ¿Quiere usted oírlo?». Si el desgraciado hacía el menor signo de asent imiento, el
capitán Hopkins se lo leía todo, sin saltarse una letra, con su voz más sonora. El capitán
lo hubiera leído veinte mil veces seguidas si veinte mil personas hubieran deseado
escucharlo una después de otra. Recuerdo el énfasis con que pronunciaba frases como
esta: « Los representantes del pueblo, reunidos en Parlamento... Los autores de la petición
hacían ver humildemente a la honorable Cámara... Los desdichados súbditos de su
Graciosa Majestad» . Parecía que aquellas palabras eran en su boca una bebida deliciosa.
Míster Micawber, entre tanto, contemplaba con expresión de vanidad satisfecha los
barrotes de las ventanas de enfrente.
Mientras doy mi paseo diario desde Southwark a Blackfriars y vago a las horas de
comer por las oscuras calles, cuyas piedras quizá conservan todavía las huellas de mis
pasos de niño, me pregunto si llegaré a olvidarme de alguno de aquellos personajes que
cruzaban sin cesar por mi espíritu, uno a uno, al eco de la voz del capitán Hopkins. Y
cuando mis pensamientos, mirando atrás, vuelven a aquella lenta agonía de mi infancia,
me admira cómo muchas de las historias que yo inventaba sobre aquella gente flotan
todavía como una sombra fantástica sobre los hechos reales, siempre presentes en mi
memoria. Y cuando paso por el viejo camino no me sorprendo, sólo lo compadezco, si
veo andando delante de mí a un niño inocente y soñador que se crea un mundo
imaginario de su extraña experiencia y sórdido vivir.
CANTULO XII
COMO EL VIVIR POR MI CUENTA NO ME GUSTA
Y TOMO UNA GRAN RESOLUCIÓN
A su debido tiempo, la petición de míster Micawber fue atendida y se recibió orden de
ponerle en libertad, lo que me causo gran alegría. Sus acreedores no eran muy implacables, y mistress Micawber me contó que hasta el zapatero había declarado en pleno
tribunal que no le tenía mala voluntad; pero que cuando le debían dinero le gustaba que
se lo pagasen, y añadió que pensaba que aquello era una cosa muy humana.
Desde el tribunal volvió míster Micawber a Bench King's para ciertas formalidades que
había que terminar. El club le recibió con entusiasmo y organizó aquella noche un mitin
en su honor; entre tanto, mistress Micawber y yo lo celebramos en privado comiendo
cordero y rodeados de los niños dormidos,
-En esta ocasión le propongo, Copperfield -dijo mistress Micawber-, que tomemos un
poco más de ponche a la salud de papá y mamá; hacía ya tiempo que no lo tomábamos.