CANDÁS MARINERO REVISTA NUMERO 47 CANDÁS MARINERO | Page 20

LA TRADICIÓN

Se acerca al portón trasero de la rula. Apenas está entreabierto. Se imagina que para proteger del relente de la noche a los custodios. Son muchos los años consecutivos que en este día se allega hasta allí. Suele hacerlo a hora temprana, antes de que se conforme el cortejo y la presencia de personas se haga tumultuosa. No es consciente pero el ritual lo repite exactamente igual año tras año. Se aproxima con mucha discreción, se para un momento justo a la entrada y la observa. A ella. A la Virgen del Rosario. Es incapaz de encauzar la emoción y a duras penas contiene las lágrimas. Casi de puntillas se coloca en el centro del almacén reconvertido en oratorio, justo en la pared frente a la imagen. Inmóvil la contempla y permanece así varios minutos. Centra la mirada en el velo de luto que cubre su cara y se deja ir ensimismada entre remembranzas lejanas y ruegos actuales. No. No es el fervor religioso el que la impulsa a la cita anual. No se considera devota en exceso, aunque con la edad un poquito quizá sí. Ella sabe que es un arraigo afectivo. Un sentimiento. Le surge de dentro, del corazón quizá, y la empuja a ir. Siempre acompañada del recuerdo íntimo de cuando era niña y cogida de la mano bajaba el domingo de pascua a rendirle reverencia. A su manera. A la de él, la de su padre, que con su presencia quería mostrarle a la Patrona el respeto que le profesaba a la vez que saldar deudas pendientes de rogatorias, imploradas en los momentos difíciles en la mar.
Para ella no es una imagen religiosa más. Personifica a un pueblo. Su pueblo. Era la Virgen de su padre. Y de su güelo. Y del padre de éste. Y lo fue de cientos y cientos de padres y güelos que, con su forma de vivir, con sus tragedias y sus venturas, dejaron como legado la impronta y el carácter de aquel Candás marinero. Y ahora es su Virgen. `La Vaporina ´ del precioso poema de José Marcelino, tan bien armonizado por Pipo Prendes y que éste canta con esa sensibilidad tan suya.
Antes de salir sortea los centros de rosas que engalanan el altar para darle un beso afectivo en el manto bermejo que la cubre. Luego abandona la improvisada capilla, no sin dedicarle una última mirada acompañada del anhelo en la petición postrera, apenas inaudible en su runrún. En su camino hacia el Paseín se sucede el intercambio de saludos, muchos de ellos con los descendientes-al igual que ella- de aquellas generaciones épicas. Los hay que llevan a su vera a hijos o nietos para iniciarlos desde pequeños y se vayan haciendo a la tradición. Como Toño, con el que se para un instante a dar el palique, que acompañado de su nieto se encamina hacia la capilla. También suele cumplir en la salutación con el elenco de autoridades que de manera dispersa se dirigen a la rula para formar la comitiva. Aunque no con todos los que se cruza. 20