CANDÁS MARINERO REVISTA NUMERO 45 CANDÁS MARINERO febrero 2018 | Page 11

AÑORANZA No tardó con su aptitud y empeño en improvisar un pequeño taller en la salita de la casa de la Cues- ta, donde cosía para particulares a la vez que col- maba con sus enseñanzas la inquietud de aprendi- zaje de sus jóvenes pupilas. A ello se dedicó hasta que el anillo de casada requirió su presencia y la encomienda de nuevas labores se volvió incompati- ble con su destreza en el arte de la confección. Co- menzaba la década de los cincuenta. Se acerca a la encimera de la cocina. Para hoy ha resuelto preparar sopa y pollo asado. Deposita en la tartera los ingredientes del caldo y pone la vitroce- rámica a temperatura no muy alta antes de dirigirse a la habitación del fondo y comenzar con la faena de mopa y gamuza. La casa no lo necesita pues la mantiene limpia como una patena, pero es una for- ma de transcurrir la mañana en espera de la hora de la comida. hasta que de tanto insistir terminó aceptándolo ena- morada. Decide volver a la cocina y posponer la limpieza. Distraer el pesar, atenuarlo, centrándose en la co- mida y el magacín mañanero de la tv. Revuelve con delicadeza el caldo mientras añade los fideos. De vez en cuando gira la cabeza como si la soledad que la acompaña le susurrase cosas a su es- palda. Ella la asume, con susurros o sin ellos, pero no deja de añorar los viejos tiempos de bullicio cuando, recién casados todavía, los chavales del ‘Farolillo’ se arremolinaban allí mismo escuchando la emisora Luego vinieron los hijos, que siempre adoró. Y hasta uno añadido, su ahijado, que lo quiso como si fuera suyo. Y fueron pasando los años. Época dura la suya en plena autarquía. De carencias sobreveni- das y faenar hasta el exceso. Y sin apenas darse cuenta los nietos. Y los biznietos. Las bodas de oro… y entre tanto las ausencias. Cada una de ellas dejan- do un desgarro perenne en su corazón. La última, tras la de su esposo, la de su hermano pequeño, el benjamín de los Rodríguez. Cuánta congoja acumu- lada. Se volvió a preguntar, una vez más, porqué la vida la vida transcurre tan rápida. Y porqué a veces es tan cruel. Volvió a quedarse sin respuesta. No puede evitar el desconsuelo cada vez que en- tra. Es el cuarto matrimonial. La esencia de toda una vida allí compartida impregna las paredes de la habi- tación colmándolas del recuerdo de su esposo, falle- cido hace dos años, y le hace ardua la rutina del día a día sin su presencia. A veces son lágrimas rebeldes las que brotan, como ahora; otras una sonrisa sose- gada al recordar la persistencia machacona que él ponía en el cortejo cuando ella le daba desplantes, Apagó la vitro. La sopa estaba lista, sólo le faltaba posar un poquito. En el horno el pollo, casi, casi. Olía rico. Cerró los ojos mientras aspiraba el aroma y de inmediato le sobrevino la imagen de su madre, sien- do ella muy niña aún, explicándole el porqué de su nombre. Significaba -le dijo- la rosa más bella, la rosa de oro. Rosaura. Y por ello la llamó así, como su güe- la, porque supo desde que la sintió latir en su inte- rior que, además de muy guapa, sería una mujer to- da ternura y delicadeza como las rosas. Su madre. Qué mujer tan buena. Sonrió. La mueca afable, evocadora, afloró espontánea iluminando su cara. La hora de comer había llegado. Texto y Fotografias José Carlos Álvarez 11