CANDÁS MARINERO REVISTA NUMERO 45 CANDÁS MARINERO febrero 2018 | Page 10
AÑORANZA
Se levantó temprano esa mañana. Al igual que las
anteriores. Hace tiempo ya que adolece dormir en de-
masía. Desayuna a ralentí, con parsimonia, en un inten-
to vano por dominar la ansiedad que de ella se apodera
mientras espera que su hijo la lleve a casa. A la suya. La
de toda su vida. Su territorio. Su edén.
Quizá los años acumulados, numerosos en la cifra de
su edad, le apremian a vivir el día a día. A su manera.
Sin pausas ni excesivas prisas. Estrujando los minutos
que raudos transcurren para convertirse en un santia-
mén en tiempo pasado. Con satisfacción de lo vivido,
en ocasiones, la mayoría, o con la apatía que la soledad
provoca en algunos ratos del día.
El ritual surge repentino una vez pisa su morada.
Se apresura a dar entrada a la luz para que inunde
las habitaciones. Le gusta la claridad. Le levanta el
ánimo. Tan pronto se queda a solas en la cocina la
costumbre le lleva a la ventana antes de enfrascarse
en su entretenimiento mañanero de quehaceres de
limpieza y culinarias. Observa perspicaz la plazoleta
de la iglesia. Apenas transita gente y la poca que lo
hace va guarecida con ropa de abrigo, bufanda y pa-
raguas. El mes de Enero agoniza entre un frío helado
y la lluvia tempestuosa.
Como suele ser habitual mira con ademán nostál-
gico las torres. Le traen buenos recuerdos. Cada vez
que las observa no puede evitar el preguntarse el
porqué la vida transcurre tan rápida. Nunca encuen-
tra respuesta convincente que darse y al final termi-
na sumida en esa melancolía interior que produce la
añoranza de los tiempos pasados. Se vuelve niña por
momentos para regresar al ayer. A La Cuesta. Al ba-
rrio de cuna. Al sonido de las sirenas. Al trajín en los
barcos y bodegas. A los aromas de salitre y salmuera.
A los gritos en la madrugada de los rapaces de barco
llamando a los marineros “¡pa la mar!”. Se vuelve
niña y regresa al palpitar del pueblo por entonces.
Rememora con lucidez aquellos días en que su ma-
dre trabajaba en la bodega reforzando la plantilla de
las fijas y le hacía saber, muy a su pesar, que no po-
día ir a la escuela pues tenía que cuidar de la casa y
de sus hermanos. Era la mayor.
A ella le gustaba estudiar, pero sabía que una
vez superados los tres grados de enseñanza pública,
apenas abierta la puerta de la adolescencia, tocaba
apoquinar, contribuir con su aportación a la exigua
economía familiar. Eran tiempos de penuria y carti-
lla de racionamiento. Tiempos de postguerra. Los
estudios superiores estaban vetados a los de su cla-
se.
Repiquetean en la torre las campanas. Son diez
las veces consecutivas que suenan. Es pronto aún.
Le parece que fue ayer mismo aquella mañana en
La Champanera, cuan