CANDÁS MARINERO REVISTA NUMERO 44 CANDÁS MARINERO | Page 25
Abajo, las olas producían visos de espuma al salpi-
car la parte alta de las rocas. Era el mismo lugar don-
de en tiempos jóvenes -toda una vida atrás- atavia-
dos con un traje de baño y una camiseta de algodón
como neopreno y porteando un saco de red amarrado
a una cámara de camión, se zambullían en las baja-
mares del verano para arrancarle a las piedras el ocle,
que con acarreo posterior y tras el secado callejero
vendían en Antromero para autofinanciarse las fiestas
del Cristo. No pudo evitar una sonrisa nostálgica al
recordar cómo las mil pesetas, o poco más, que se
repartían de la recolección se escapaban en fichas de
los coches de choque el primer día de festejos. Ni
pudo tampoco soslayar el recuerdo parejo que lo tras-
ladó al año de la artimaña desenmascarada, al instan-
te en que el intermediario pesaba los sacos repletos
de ocle seco y ante el excesivo peso la sospecha le
llevó a rebuscar en el interior topándose con unos
‘regodones’ camuflados entre las algas agostadas ¡El
tiro por la culata! Menudo sofocón llevaron, aunque
al final hubo apaño y la pillería se quedó ahí, tras un
leve cabreo caciquil con regateo incluido en el precio
del kilo para saldar la ‘ofensa’ de los cuatro granujas.
Se levantó e inició el regreso. Volvió la vista hacia el
faro. De su interior le llegaba el sonido de gaitas y
percusión. Quiso identificar la melodía. Le pareció el
Saltón. Qué bien sonaba la banda. Le reconfortaba el
ánimo la música. Se percató cómo sus ensimisma-
mientos le venían bien con el paso de las tardes oto-
ñales sentado en aquel banco. Recuperaba sensacio-
nes en el olvido relegadas. Retornaban vivencias so-
lapadas por temor al desconsuelo. Percibió como su
Pepito Grillo subjetivo, aquella vocecilla que en la ni-
ñez le susurraba en la cabeza que no se dejara llevar
por la sinrazón de la indiferencia, había madurado y
ganaba en vehemencia en los últimos tiempos sacán-
dolo de su apatía sentimental, consiguiendo ensan-
char las grietas del ya destartalado parapeto mental
de indolencia y desafección. La certeza que con clari-
dad meridiana resurgía era dar rienda suelta a los
sentimientos, hacerlos notar, no condenarlos al ostra-
cismo y la desidia, aunque ello conllevara, según en
qué ocasiones, infortunios y malos tragos. Se trataba
de disfrutar de la vida, no enclaustrarla para evitar
congojas indeseadas. Sonrío. Estaba dispuesto a reco-
menzar. Quizá una mirada repleta de cariño al entrar
en casa sería buen arranque. ¡Lo intentaría con de-
nuedo! ¡Seguro!
Era el Saltón lo que sonaba, no tenía duda. Sobre
la loma de Piñeres un cielo candente copaba los mi-
nutos previos a la hora azul. La tarde esperaba ya
resignada las primeras sombras de la noche. Quién
podría vaticinar el parabién o el desasosiego que la
luz del nuevo día traería consigo. Quién sabría apre-
ciar con plenitud los soplos de felicidad si la desdi-
cha fuera desconocida. Luces y sombras. Bienestar y
desconsuelo… La vida.
Por José Carlos Álvarez
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