canciones de hielo y fuego Cancion de hielo y fuego 1 | Page 46
literatura fantástica
Juego de tronos
picotearle los ojos. Aquello no impresionó lo más mínimo al chico. En la cima de la torre rota, donde
nadie aparte de él subía jamás, había nidos de cuervos; muchas veces se llenaba los bolsillos de maíz
antes de trepar, y los pájaros lo comían de su mano. Ninguno había mostrado nunca el menor interés
en sacarle los ojos a picotazos.
Más adelante el maestre Luwin hizo un muñeco de arcilla, lo vistió con la ropa de Bran y lo
lanzó desde la cima del muro al patio, para demostrarle qué le sucedería si se caía. Aquello había sido
más divertido, pero Bran se limitó a mirar al maestre.
—Yo no soy de arcilla —le dijo—. Además, nunca me caigo.
Después hubo una temporada en que los guardias lo perseguían cada vez que lo veían en los
tejados e intentaban obligarlo a bajar. Eso fue lo mejor de todo. Era como jugar con sus hermanos,
sólo que Bran ganaba siempre. No había guardia capaz de trepar tan arriba como él, ni siquiera Jory.
Además, casi siempre pasaba desapercibido. La gente nunca miraba hacia arriba. Ésa era otra de las
cosas que le gustaban de trepar: se sentía casi invisible.
También le gustaba la sensación de auparse por una pared, piedra tras piedra, buscando las
grietas entre ellas con los dedos de las manos y los pies. Siempre se quitaba las botas e iba descalzo
cuando trepaba. Se sentía como si tuviera cuatro manos en vez de dos. Disfrutaba con aquel dolor
profundo y dulce que le invadía después los músculos. Le gustaba el sabor que tenía el aire en la cima,
dulce y fresco como un melocotón de invierno. Le gustaban también los pájaros: los cuervos de la
torre rota, los diminutos gorriones que anidaban en las grietas entre las piedras, el viejo búho que
dormitaba en el desván polvoriento sobre la armería... Bran los conocía a todos.
Y, más que nada en el mundo, le gustaba estar en lugares a los que nadie más podía ir, y ver la
mole gris y dispersa de Invernalia de una manera que ningún otro veía. Así, todo el castillo era el
escondite secreto de Bran.
Su territorio favorito era la torre rota. En el pasado había sido una torre de vigilancia, la más
alta de Invernalia. Hacía mucho tiempo, cien años antes de que naciera su padre, cayó un rayo que la
incendió. El tercio superior de la estructura se había derrumbado y caído en el interior, y la torre jamás
se había reconstruido. De cuando en cuando su padre enviaba ratoneros a la base de la torre para
acabar con los nidos que siempre encontraban entre el laberinto de cascotes y vigas chamuscadas y
podridas. Pero ya nadie subía a la cima desgarrada de la estructura, a excepción de Bran y los cuervos.
Conocía dos caminos para llegar allí. Se podía trepar por un lado de la propia torre, pero las
piedras estaban sueltas y el mortero que las había mantenido unidas ya no era más que un recuerdo, así
que a Bran no le gustaba descargar todo su peso sobre ellas.
El mejor camino partía del bosque de dioses, había que trepar a las ramas más altas del
centinela, y cruzar sobre la armería y la sala de la guardia, saltando de tejado en tejado, descalzo para
que los guardias no oyeran las pisadas sobre ellos. Así se llegaba al lado menos visible del Primer
Torreón, la zona más antigua del castillo, una fortaleza redonda y achatada que era más alta de lo que
parecía a simple vista. Desde allí se podía ir directamente adonde las gárgolas se asomaban para mirar
ciegas al espacio vacío, y saltar de una a otra hasta rodear todo el lado norte. Y entonces, si uno se
estiraba mucho, mucho, se podía aupar hasta el punto más cercano de la torre rota. Lo último era trepar
por las piedras ennegrecidas hasta los nidos, poco más de tres metros, y allí los cuervos se acercaban a
ti por si les habías llevado maíz.
Bran iba pasando de gárgola en gárgola, con la facilidad que da la práctica, cuando oyó las
voces. Se sobresaltó tanto que estuvo a punto de caerse. Nunca había visto a nadie en el Primer
Torreón.
—No me gusta —decía una mujer. Debajo de Bran había una hilera de ventanas, y la voz le
llegaba de la última de aquel lado—. La Mano tendrías que ser tú.
—No lo quieran los dioses —replicó la voz indiferente de un hombre—. No es el tipo de
honor que deseo. Implica demasiado trabajo.
Bran se quedó donde estaba, colgado de una gárgola, escuchando; de pronto, le daba miedo
seguir adelante. Si se daba impulso para balancearse hasta el siguiente asidero podían verle los pies.
—¿No te das cuenta del peligro que corremos? —insistió la mujer—. Robert quiere a ese
hombre como si fuera su hermano.
—Robert no traga a sus hermanos. Y la verdad es que lo comprendo. Stannis le provocaría una
indigestión a cualquiera.
—Déjate d e tonterías. Stannis y Renly son una cosa, y Eddard Stark es otra muy diferente.
Robert escuchará la opinión de Stark. Malditos sean los dos. Debí insistir en que te nombrara a ti, pero
estaba segura de que Stark le diría que no.
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