canciones de hielo y fuego Cancion de hielo y fuego 1 | Page 26
literatura fantástica
Juego de tronos
Se encontraban ante tres tumbas juntas. Lord Rickard Stark, el padre de Ned, había tenido un
rostro afilado y adusto. El escultor lo había conocido bien cuando vivía. Estaba sentado en pose de
tranquila dignidad con los dedos de piedra aferrados a la espada que tenía sobre el regazo, pero en vida
todas las espadas le habían fallado. A ambos lados, en dos sepulcros más pequeños, se encontraban sus
hijos.
Branden tenía veinte años cuando murió estrangulado por orden del rey loco Aerys
Targaryen, pocos días antes de la fecha fijada para su matrimonio con Catelyn Tully de
Aguasdulces. Obligaron a su padre a presenciar su muerte. Era el heredero legítimo, el
primogénito, nacido para dominar aquellas tierras.
Lyanna sólo llegó a cumplir los dieciséis años, era una niña mujer de belleza insuperable.
Ned la había querido mucho. Robert, todavía más; estaba destinada a ser su esposa.
—Era más hermosa que esta estatua —dijo el rey tras un largo silencio. Los ojos se le
demoraron en el rostro de Lyanna, como si pudiera devolverle la vida a fuerza de voluntad. Por
fin, se levantó con torpeza debido a su peso—. Ay, Ned, ¿por qué tuviste que enterrarla en un
lugar como éste? —Tenía la voz ronca por el dolor rememorado—. Se merecía algo mucho mejor
que la oscuridad...
—Era una Stark de Invernalia —dijo Ned con voz suave—. Éste es su lugar.
—Debería estar enterrada en alguna colina, bajo un árbol frutal, con un techo de sol y
nubes, donde la pudiera acariciar la lluvia...
—Yo estaba con ella cuando murió —recordó Ned al rey—. Quería volver a casa y
descansar entre Brandon y nuestro padre.
Todavía le parecía recordar su voz algunas veces.
«Prométemelo —le había suplicado en una habitación que olía a sangre y a rosas—.
Prométemelo, Ned.» La fiebre le había arrebatado las fuerzas, y su voz era débil como un susurro,
pero cuando Ned le dio su palabra el miedo desapareció de los ojos de su hermana. Recordaba
cómo le había sonreído, con cuánta fuerza le había aferrado la mano mientras dejaba de resistirse
a la muerte, cómo se le habían caído de entre los dedos los pétalos de rosa, negros y marchitos.
Después de aquello ya no recordaba nada. Lo habían encontrado muy quieto, mudo de dolor,
abrazado a Lyanna. Howland Reed, el menudo lacustre, había desentrelazado las manos de los
hermanos. Ned no recordaba nada de aquello.
—Le traigo flores siempre que puedo —dijo—. A Lyanna... le gustaban las flores.
—Juré matar a Rhaegar por esto —dijo el rey después de tocar la mejilla de la estatua y
acariciar la piedra áspera como si ésta tuviera vida.
—Y lo hicisteis —señaló Ned.
—Sólo una vez —dijo Robert con amargura.
Se habían enfr entado en el vado del Tridente, en el centro mismo de la batalla, Robert con
su maza y su enorme yelmo astado, el príncipe Targaryen con su armadura negra. Llevaba en la
coraza del pecho el dragón de tres cabezas de su Casa, todo recubierto de rubíes que refulgían a la
luz del sol. Las aguas del Tridente enrojecieron en torno a los cascos de sus corceles mientras
ellos cruzaban las armas una y otra vez, hasta que por último un golpe de la maza de Robert
destrozó el dragón y el pecho que había debajo. Cuando Ned llegó al lugar, Rhaegar yacía ya
muerto en el río, y hombres de ambos ejércitos se zambullían en las aguas turbias para buscar los
rubíes que se habían desprendido de la armadura.
—Lo mato cada noche en mis sueños —admitió Robert—. Pero un millar de muertes
siguen siendo menos de lo que merece.
Ned no pudo disentir.
—Tenemos que regresar, Alteza —señaló al final—. Vuestra esposa os está esperando.
—Los Otros se lleven a mi esposa —murmuró Robert con amargura. Pero, pese a todo,
echó a andar con pasos pesados por donde habían venido—. Por cierto, si me sigues tratando con
tanta formalidad, haré que te corten la cabeza y la claven en una pica. Entre nosotros hay mucho
más que esas tonterías.
—No lo he olvidado —replicó Ned con tranquilidad. Al ver que el rey no decía nada,
siguió hablando—. Dime qué le pasó a Jon.
—Jamás había visto a nadie enfermar tan deprisa —dijo Robert sacudiendo la cabeza—.
Organizamos un torneo para celebrar el día del nombre de mi hijo. Si hubieras visto a Jon aquel
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