La espiritualidad está basada en una confianza creciente que nos permite encontrar lo sagrado en las partes más oscuras de nosotros mismos y de la vida. Esta confianza es el fundamento que catapulta las transformaciones de las que es capaz una persona con un verdadero camino espiritual, es su fortaleza. La espiritualidad rompe los ídolos, acaba con los ismos, renueva las cosas. No puede ser institucional, porque es íntima, no puede ser dogmática, porque está viva y la vida es cambiante e indómita en sus raíces. La espiritualidad, como el amor, es precisamente lo que no se vende ni se compra. La espiritualidad es más intima que cualquier forma, está aquí y ahora, es inmediata.
No es cuestión de indumentarias ni de collares, ni de túnicas, ni de barbas, ni de plumas. Es fiel a la tierra, al cuerpo y a la vida. Y si su máxima meta no es la realización del amor aquí y ahora, entonces no es espiritual.
La espiritualidad nos hace más conscientes, amorosos, presentes, despiertos, humanos, realistas, libres de miedo y más gozosos. Si no lo hace, entonces no es una verdadera espiritualidad; algo anda mal en la forma en que la estamos.