book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 72
Capítulo 11
Grover se agencia un Lamborghini
Estábamos cruzando el río Potomac cuando divisamos un helicóptero. Un modelo militar negro y
reluciente como el que habíamos visto en Westover Hall. Venía directo hacia nosotros.
—Han identificado la furgoneta —advertí—. Tenemos que abandonarla.
Zoë viró bruscamente y se metió en el carril de la izquierda. El helicóptero nos ganaba terreno.
—Quizá los militares lo derriben —dijo Grover, esperanzado.
—Los militares deben de creer que es uno de los suyos —continué—. ¿Cómo se las arregla el General
para utilizar mortales?
—Son mercenarios —repuso Zoë con amargura—. Es repulsivo, pero muchos mortales son capaces de
luchar por cualquier causa con tal de que les paguen.
—Pero ¿es que no comprenden para quién están trabajando? —pregunté—. ¿No ven a los monstruos
que los rodean?
Zoë meneó la cabeza.
—No sé hasta qué punto ven a través de la Niebla. Pero dudo que les importase mucho si supieran la
verdad. A veces los mortales pueden ser más horribles que los monstruos.
El helicóptero seguía aproximándose. A aquel paso acabarían batiendo una marca mundial, mientras
que nosotros, con el tráfico de Washington, lo teníamos más difícil.
Thalia cerró los ojos y se puso a rezar.
—Eh, papá. Un rayo nos iría de perlas ahora mismo. Por favor.
Pero el cielo permaneció gris y cubierto de nubes cargadas de aguanieve. Ni un solo indicio de una
buena tormenta.
—¡Allí! —señaló Bianca—. ¡En ese aparcamiento!
—Quedaremos acorralados —dijo Zoë.
—Confía en mí —respondió Bianca.
Zoë cruzó dos carriles y se metió en el aparcamiento de un centro comercial en la orilla sur del río.
Salimos de la furgoneta y bajamos unas escaleras, siguiendo a Bianca.
—Es una boca del metro —informó—. Vayamos al sur. A Alexandria.
—Cualquier dirección es buena —asintió Thalia.
Compramos los billetes y cruzamos los torniquetes, mirando hacia atrás por si nos seguían. Unos
minutos más tarde, estábamos a bordo de un tren que se dirigía al sur, lejos de la capital. Cuando salió
al exterior, vimos al helicóptero volando en círculo sobre el aparcamiento. No nos seguían.
Grover dio un suspiro.
—Suerte que te has acordado del metro, Bianca.
Ella pareció halagada.
—Sí, bueno… Me fijé en esta estación cuando pasamos por aquí el verano pasado. Recuerdo que me
llamó la atención porque no existía cuando Nico y yo vivíamos en Washington.
Grover frunció el entrecejo.
—¿Nueva, dices? Esa estación parecía muy vieja.
—Quizá —dijo Bianca—. Pero cuando nosotros vivíamos aquí, de niños, el metro no existía, te lo
aseguro.
Thalia se incorporó en su asiento.
—Un momento… ¿Dices que no había ninguna línea de metro?
Bianca asintió.