book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 7

—¡Claro que sí! Yo te llevo —dijo Thalia—. Venga, niño cabra. Grover soltó un gañido mientras ella lo tomaba de la mano y lo guiaba hacia la pista. Annabeth esbozó una sonrisa. —¿Qué? —le pregunté. —Nada. Es guay tener otra vez a Thalia con nosotros. En aquellos meses Annabeth se había vuelto más alta que yo, lo cual me resultaba incómodo. Antes no llevaba joyas, salvo su collar de cuentas del Campamento Mestizo, pero ahora tenía puestos unos pequeños pendientes de plata con forma de lechuza: el símbolo de su madre, Atenea. En silencio, se quitó la gorra y su largo pelo rubio se derramó sobre hombros y espalda. La hacía parecer mayor, no sé por qué. —Bueno… —me devané los sesos buscando algo que decir. «Actuad con naturalidad», había dicho Thalia. Ya, claro, pero si eres un mestizo metido en una misión peligrosa, ¿qué narices significa «natural»?—. Y… ¿has diseñado algún edificio interesante últimamente? Sus ojos se iluminaron, como siempre que tocaba hablar de arquitectura. —¡Uy, no sabes, Percy! En mi nueva escuela tengo Diseño Tridimensional como asignatura optativa, y hay un programa informático que es una verdadera pasada… Empezó a explicarme que había diseñado un monumento colosal que le gustaría construir en la Zona Cero de Manhattan. Hablaba de resistencia estructural, de fachadas y demás, y yo trataba de seguirla. Ya sabía que de mayor quería ser una gran arquitecta —a ella le encantan las mates y los edificios históricos, todo ese rollo—, pero yo apenas entendía lo que me estaba diciendo. La verdad es que me defraudaba un poco saber que su nueva escuela le gustaba tanto. Era el primer año que ella estudiaba en Nueva York, y yo había confiado en que nos veríamos más a menudo. Su escuela —donde también estaba internada Thalia— se hallaba en la zona de Brooklyn, es decir, lo bastante cerca del Campamento Mestizo como para que Quirón pudiese intervenir si se metían en un lío. Pero como era una escuela sólo para chicas y yo iba a un centro de enseñanza media en Manhattan, apenas había tenido ocasión de verlas. —Sí, qué guay —le dije—. ¿O sea, que vas a seguir allí el resto del curso? Su rostro se ensombreció. —Bueno, quizá. Si es que no… —¡Eh! Thalia nos llamaba. Estaba bailando un tema lento con Grover, que tropezaba todo el rato, le daba patadas en las espinillas y parecía muerto de vergüenza. Pero él tenía unos pies de relleno en sus zapatillas; contaba con una buena excusa para ser tan torpe. No como yo. —¡Bailad, chicos! —ordenó Thalia—. Tenéis un aspecto ridículo ahí de pie. Miré a A