book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 62

—A mí no me lo parece. —De repente me sentí culpable. Lo había tenido volando durante medio día casi sin parar y a ritmo de autopista. Incluso para un caballo alado, aquello tenía que ser una tremenda paliza. «¡No se preocupe por mí, jefe! Soy un tipo duro.» Aunque debía de ser verdad, no podía olvidar que Blackjack era capaz de venirse abajo antes de soltar una queja, y no quería que eso sucediera. Por suerte, la furgoneta empezó a disminuir de velocidad. Cruzó el río Potomac y entró en el centro de Washington. Yo me puse a pensar en patrullas aéreas, misiles y cosas por el estilo. No sabía cómo funcionarían esos sistemas de defensa; ni siquiera estaba seguro de que un radar militar pudiese detectar a un pegaso, pero tampoco quería averiguarlo con un repentino zambombazo que me borrase del mapa. —Bájame aquí —pedí a Blackjack—. Ya los tenemos bastante cerca. El pobre estaba tan cansado que no discutió. Descendió hacia el Monumento a Washington, que en realidad es un obelisco blanco, y me dejó sobre el césped. La furgoneta estaba aparcada a pocas manzanas. Miré a Blackjack. —Quiero que vuelvas al campamento —le dije—. Tómate un buen descanso y dedícate a pastar un poco. Yo me las arreglaré. Ladeó la cabeza con aire escéptico. «¿Está seguro, jefe?» —Tú ya has hecho bastante. Me las arreglaré solo. Y mil gracias. «Mil kilos de heno —musitó Blackjack—. Eso estaría bien. De acuerdo, jefe, pero vaya con cuidado. Intuyo que no han venido aquí a ver a un tipo guapo y simpático como yo.» Le prometí que me andaría con ojo. Blackjack desplegó las alas, se elevó en el aire y trazó un par de círculos alrededor del monumento antes de perderse entre las nubes. Observé la furgoneta. Ahora estaban bajándose todos. Grover señalaba uno de los grandes edificios que se alinean frente al National Mall. Thalia asintió y los cuatro echaron a andar azotados por un viento helado. Empecé a seguirlos, pero de pronto me quedé petrificado. Una manzana más allá, de un coche negro bajó un hombre de pelo gris cortado al estilo militar. Llevaba gafas oscuras y un abrigo negro. Sí, ya sé que en Washington hay tipos así por todas partes. Pero yo había visto aquel coche en la autopista un par de veces. Siempre hacia el sur. Habían seguido a la furgoneta. El tipo sacó su teléfono móvil y habló un momento. Luego miró alrededor, como asegurándose de que no había nadie a la vista, y echó a andar por el Mall hacia mis amigos. Y lo peor de todo: al volverse, lo reconocí. Era el doctor Espino, la mantícora de Westover Hall. *** Con la gorra de invisibilidad, seguí a Espino a cierta distancia. El corazón me latía desbocado. Si él había sobrevivido a la caída por el acantilado, Annabeth tenía que haber salido ilesa también. Mis sueños no me habían engañado. Seguía viva, la tenían prisionera. Espino se mantenía bastante alejado de mis amigos y hacía todo lo posible para no ser visto. Grover se detuvo por fin frente a un gran edificio con un rótulo que rezaba: «Museo Nacional del Aire y el Espacio.» ¡El Instituto Smithsoniano! Yo había estado allí con mi madre hacía un millón de años, sólo que entonces todo me parecía mucho más grande. Thalia tanteó la puerta. Estaba abierto, sí, aunque no había mucha gente que entrara. Hacía demasiado frío y no era época escolar. Los cuatro se deslizaron hacia el interior. El doctor Espino vaciló. Al parecer, no quería entrar en el museo. Dio media vuelta y se encaminó al otro lado del Mall. Con una decisión impulsiva, lo seguí.