book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 60

Apreté los puños. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero el señor D se disponía a matarme o arrastrarme ignominiosamente al campamento, y yo no soportaba ninguna de las dos ideas. —¿Por qué me odia tanto? ¿Qué le he hecho yo? Una llamarada púrpura brilló en sus ojos. —Eres un héroe, chico. No me hace falta ningún otro motivo. —¡Tengo que participar en esta búsqueda! He de ayudar a mis amigos. ¡Cosa que usted sería incapaz de comprender! «Humm, jefe —me dijo Blackjack, nervioso—. Con lo liados que estamos en esta vid a trescientos metros de altura, tal vez le convendría ser más amable.» Las ramas se aferraron en torno a mí con más fuerza. Allá abajo, la furgoneta blanca se alejaba cada vez más. Pronto se perdería de vista. —¿Nunca te he hablado de Ariadna? —preguntó el señor D—. ¿La bella princesa de Creta? A ella también le gustaba ayudar a sus amigos. De hecho, ayudó a un joven héroe llamado Teseo, también hijo de Poseidón. Le dio un ovillo de hilo mágico que le permitió salir del laberinto. ¿Sabes cómo la recompensó Teseo? Tuve ganas de contestarle: «¡Me importa un bledo!» Pero no creía que el señor D fuese a terminar más deprisa por eso. —Se casaron —dije—. Y fueron felices y comieron perdices. Fin. El señor D hizo una mueca desdeñosa. —No exactamente. Teseo le dijo que se casaría con ella. La llevó a su barco y zarpó hacia Atenas. A mitad de camino, en una isla muy pequeña llamada Naxos, la… ¿cuál es la palabra que usáis los mortales? Sí… La dejó plantada. Yo la encontré allí, ¿sabes? Sola. Con el corazón destrozado. Llorando a lágrima viva. Ella lo había abandonado todo, había dejado su vida entera para ayudar a aquel héroe tan apuesto que al final la dejó tirada como una sandalia vieja. —Muy mal hecho —dije—. Pero eso ocurrió hace miles de años. ¿Qué tiene que ver conmigo? El me miró con frialdad. —Yo me enamoré de Ariadna, muchacho. Curé su corazón herido. Y cuando murió, la convertí en mi esposa inmortal en el Olimpo. Allí me espera aún. Volveré a su lado cuando acabe este siglo infernal de castigo en tu ridículo campamento. Me lo quedé mirando. —¿Usted… está casado? Pero si yo creía que se había metido en un lío por perseguir a una ninfa del bosque… —Lo que yo digo es que los héroes no cambiáis. Acusáis a los dioses de vanidad. Deberíais miraros a vosotros mismos. Tomáis lo que os apetece, utilizáis a los demás cuando os hace falta, y luego acabáis traicionando a todo el mundo. Disculpa, pues, si no siento mucho afecto por los héroes. Son una pandilla de egoístas e ingratos. Pregúntale a Ariadna. A Medea. O ya puestos, pregúntale a Zoë Belladona. —¿Cómo que le pregunte a Zoë? ¿A qué se refiere? Él hizo un gesto despectivo. —Anda. Sigue a tus estúpidos amigos. Las ramas de vid se desenroscaron de mis piernas. Parpadeé incrédulo. —Pero… ¿va a dejar que me marche? ¿Así como así? —La profecía dice que al menos dos de vosotros moriréis. Quizá tenga suerte y tú seas uno de ellos. Pero recuerda mis palabras, hijo de Poseidón: vivo o muerto, no demostrarás ser mejor que los demás. Dicho lo cual, Dioniso chasqueó los dedos y se dobló en dos, como una hoja de papel. Se oyó otro chasquido —¡plop!— y desapareció, dejando un leve aroma a uvas que el viento enseguida difuminó. «Por los pelos», suspiró Blackjack.