book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 42

—¡Tenías a demasiadas cazadoras encima! —Ah, ¿así que es culpa mía? —Yo no he dicho eso. —¡Argggg! —Me dio un empujón y recibí una descarga tan intensa que me lanzó tres metros más allá, directo al centro del arroyo. Varios campistas ahogaron un grito y un par de cazadoras contuvieron la risa. —¡Perdona! —se disculpó Thalia, palideciendo—. No pretendía… Sentí la cólera rugiendo en mi interior, y de repente surgió una ola del arroyo y fue a estrellarse en la cara de Thalia, que quedó empapada de pies a cabeza. —Ya —refunfuñé mientras me ponía en pie—. Yo tampoco quería… Thalia jadeaba de rabia. —¡Ya basta! —terció Quirón. Pero ella blandió su lanza. —¿Quieres un poco, sesos de alga? Que Annabeth me llamase a veces así estaba bien, o al menos ya me había acostumbrado, pero oírselo decir a Thalia no me sentó nada bien. —¡Venga, tráela para aquí, cara de pino! Alcé mi espada, pero antes de que pudiera defenderme, Thalia dio un grito y al instante cayó un rayo del cielo que chisporroteó en su lanza, como si fuese un pararrayos, y me golpeó directamente en el pecho. Me desmoroné con estrépito. Noté olor a quemado y tuve la sensación de que era mi ropa. —¡Thalia! —rugió Quirón—. ¡Ya basta! Me levanté y ordené al arroyo entero que se alzase. Cientos de litros de agua se arremolinaron para formar un enorme embudo helado. —¡Percy! —suplicó Quirón. Estaba a punto de arrojárselo encima a Thalia cuando vi algo en el bosque. Mi cólera y mi concentración se disolvieron al instante, y el agua cayó chorreando en el lecho del arroyo. Thalia se quedó tan pasmada que se volvió para ver qué estaba mirando. Alguien… algo se aproximaba. Una turbia niebla verdosa impedía ver de qué se trataba, pero cuando se acercó un poco más, todos los presentes —campistas y cazadoras por igual— ahogamos un grito. —No es posible —murmuró Quirón. Nunca lo había visto tan impresionado—. Jamás había salido del desván. Jamás. Tal vez no. Sin embargo, la momia apergaminada que encarnaba al Oráculo avanzó arrastrando los pies hasta situarse en el centro del grupo. La niebla culebreaba en torno a sus pies, confiriéndole a la nieve un repulsivo tono verdoso. Nadie se atrevió a mover ni una ceja. Entonces su voz siseó en el interior de mi cabeza. Los demás podían oírla también, por lo visto, porque muchos se taparon los oídos. «Soy el espíritu de Delfos —dijo la voz—. Portavoz de las profecías de Apolo Febo, que mató a la poderosa Pitón.» El Oráculo me observó con sus ojos muertos. Luego se volvió hacia Zoë Belladona. «Acércate, tú que buscas, y pregunta.» Zoë tragó saliva. —¿Qué debo hacer para ayudar a mi diosa? La boca del Oráculo se abrió y dejó escapar un hilo de niebla verde. Vi la vaga imagen de una montaña, y a una chica en su áspera cima. Era Artemisa, pero cargada de cadenas y sujeta a las rocas con grilletes. Permanecía de rodillas con las manos alzadas, como defendiéndose de un atacante, y parecía sufrir un gran dolor. El Oráculo habló: