book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 38

También visité los establos de los pegasos, pero me encontré a Silena Beauregard, de la cabaña de Afrodita, discutiendo con una de las cazadoras y pensé que era mejor no meterse. Luego fui a sentarme en la tribuna de la pista de carreras de carros y me quedé allí, enfurruñado. En los campos de tiro al arco, Quirón estaba dirigiendo las prácticas de puntería. Yo sabía que él era la persona más indicada para hablar. Quizá pudiera darme algún consejo. Sin embargo, algo me frenaba. Tenía la sensación de que Quirón intentaría protegerme, como de costumbre, y de que no me contaría todo lo que sabía. Miré en otra dirección. En la cima de la Colina Mestiza, el señor D y Argos le daban su pitanza al dragón bebé que vigilaba el Vellocino de Oro. Y entonces se me ocurrió: en la Casa Grande no habría nadie en ese momento, pero sí había allí una cosa a la que podía recurrir para orientarme. La sangre me zumbaba en los oídos cuando entré corriendo en la casa y subí las escaleras. Sólo había hecho aquello una vez en mi vida, y aún me provocaba pesadillas. Abrí la trampilla y entré en el desván. Estaba oscuro, polvoriento y atestado de trastos, como la otra vez. Había escudos mutilados por mordiscos de tamaño monstruoso, y espadas dobladas de tal modo que parecían cabezas de demonios. También un montón de animales disecados, entre ellos una arpía y una pitón naranja. Junto a la ventana, en un taburete de tres patas, estaba la momia apergaminada de una vieja dama, con un vestido hippie teñido. El Oráculo. Me obligué a acercarme y aguardé a que saliera de su boca la ondulante niebla verde de la otra vez. Pero nada sucedió. —Hola —dije—. Eh… ¿cómo van las cosas? Hice una mueca ante la estupidez de mi pregunta. Si estás muerto y arrumbado en el desván, las cosas no te «van» ni bien ni mal. Pero yo sabía que el espíritu del Oráculo estaba allí. Percibía una fría presencia en la habitación, como una serpiente enroscada y dormida. —Tengo una pregunta —proseguí un poco más alto—. Sobre Annabeth. ¿Cómo puedo salvarla? Nada. Un rayo de sol oblicuo se colaba por la sucia ventana, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire. Aguardé un poco más, hasta que al final me harté. Me estaba vacilando un cadáver. —Muy bien —dije—. Ya lo averiguaré por mi cuenta. Di media vuelta y tropecé con una mesa alargada llena de recuerdos. Parecía incluso más atiborrada que la vez anterior. Los héroes almacenaban los objetos más variopintos en aquel desván. Trofeos que ya no querían conservar en sus cabañas, trastos que les traían malos recuerdos… Yo sabía que Luke había dejado allí arriba la garra de un dragón: la que le había marcado la cara. Vi la empuñadura rota de una espada con el rótulo: «Cuando se rompió, mataron a Leroy. 1999.» Entonces me fijé en un chal de seda rosa con una etiqueta. La recogí y traté de leerla. BUFANDA DE LA DIOSA AFRODITA Recuperada en Waterland, Denver, Co., por Annabeth Chase y Percy Jackson Contemplé aquel chal. Lo había olvidado por completo. Dos años atrás, Annabeth me lo había quitado de las manos, diciéndome algo como: «Ah, no. ¡Apártate de esa magia de amor!» Yo creía que lo habría tirado, pero estaba allí. ¿Lo había conservado todo este tiempo? ¿Y por qué lo había guardado en el desván? Me volví hacia la momia. No se había movido, pero las sombras le dibujaban una sonrisa espantosa. Dejé caer el pañuelo y procuré no salir corriendo. *** Aquella noche, después de cenar, estaba resuelto a derrotar a las cazadoras en la captura de la bandera. Iba a ser un partido muy reducido: sólo trece cazadoras, incluyendo a Bianca di Angelo, y más o menos el mismo número de campistas.