book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 32

Enseguida me arrepentí de haberlo dicho. Su expresión se parecía peligrosamente a la que tenía Zeus la única vez que lo había visto enfurecerse. Como si en cualquier momento sus ojos fuesen a disparar un millón de voltios. —Sí —murmuró—. Debe de haber sido eso. Y se alejó lentamente hacia la pista, donde el chico de Ares y la cazadora estaban a punto de matarse con una espada y una pelota de baloncesto. *** Las cabañas formaban la colección de edificios más estrafalaria que hayas visto en tu vida. La de Zeus y la de Hera, que eran las cabañas uno y dos, ambas con columnas blancas, se levantaban en el centro, flanqueadas por cinco cabañas de dioses a la izquierda y otras cinco de diosas a la derecha, de manera que entre todas dibujaban una U en torno a un prado verde con una barbacoa. Las recorrí una a una, avisando a todo el mundo del partido del día siguiente. Encontré a un chico de Ares durmiendo la siesta y me dijo a gritos que me largara. Cuando le pregunté dónde andaba Clarisse, me respondió: —Una operación de búsqueda de Quirón. ¡Alto secreto! —Pero ¿está bien? —No he tenido noticias desde hace un mes. Desaparecida en combate. Como te va a pasar a ti si no sales zumbando. Decidí dejar que siguiera durmiendo. Finalmente llegué a la cabaña tres, la de Poseidón: un edificio bajo y gris construido con rocas de mar llenas de caparazones y corales incrustados. Como siempre, en su interior no había nada, salvo mi camastro. Bueno, también había un cuerno de minotauro colgado en la pared junto a la almohada. Saqué de mi mochila la gorra de béisbol de Annabeth y la dejé en la mesilla. Se la devolvería cuando la encontrase. Y la encontraría. Me quité el reloj de pulsera y activé el escudo. Chirriando ruidosamente, se desplegó en espiral. Las espinas del doctor Espino habían abollado la superficie de bronce en una docena de puntos. Una de las hendiduras impedía que el escudo se abriera del todo, de manera que parecía una pizza sin un par de porciones. Las bellas imágenes que mi hermano había grabado estaban deformadas. Sobre el dibujo en que aparecíamos Annabeth y yo luchando con la Hidra, daba la impresión de que un meteorito hubiese abierto un cráter en mi cabeza. Colgué el escudo de su gancho, junto al cuerno de minotauro, pero ahora me resultaba doloroso mirarlo. Quizá Beckendorf, de la cabaña de Hefesto, fuese capaz de arreglármelo. Era el mejor herrero del campamento. Se lo pediría durante la cena. Estaba contemplando aún el escudo cuando oí un ruido extraño, una especie de gorgoteo, y me di cuenta entonces de que había algo nuevo al fondo de la cabaña: una alberca de roca de mar con un surtidor esculpido en el centro que parecía una cabeza de pez. De su boca salía un chorro de agua salada, y debía de estar caliente porque, en aquel frío aire invernal, despedía vapor como una sauna. Servía para caldear toda la cabaña y la inundaba de aroma a mar. Me acerqué. No había ninguna nota, claro, pero sabía que sólo podía ser un regalo de Poseidón. Contemplé el agua y dije: —Gracias, padre. La superficie se rizó de ondas. Al fondo de la alberca distinguí el brillo de una docena de dracmas de oro. Entonces comprendí el sentido de aquella fuente. Era un recordatorio para que siguiese en contacto con mi familia. Abrí la ventana más cercana y el sol invernal formó un arco iris con el vapor. Saqué una moneda del agua caliente. —Iris, diosa del arco multicolor —dije—, acepta mi ofrenda. Lancé la moneda a través del vapor y desapareció. Entonces advertí que no había decidido con quién hablar primero.