book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 123

El dragón se removió, reluciente como una montaña de monedas de cobre, y las hespérides se dispersaron chillando. La que había llevado la voz cantante le gritó a Zoë: —¿Te has vuelto loca? —Nunca has tenido valor, hermana —respondió ella—. Ése es tu problema. Ladón se retorció. Sus cien cabezas fustigaron el aire, con las lenguas trémulas y hambrientas. Zoë dio un paso adelante con los brazos en alto. —¡No, Zoë! —gritó Thalia—. Ya no eres una hespéride. Te matará. —Ladón está adiestrado para guardar el árbol —dijo Zoë—. Bordead el jardín y subid hacia la cima. Mientras yo represente para él una amenaza, seguramente no os prestará atención. —Seguramente… —repetí—. No suena muy tranquilizador. —Es la única manera —dijo ella—. Ni siquiera los tres juntos podríamos con él. Ladón abrió sus bocas. Un escalofrío me recorrió el espinazo al oír el silbido de sus cien cabezas. Y eso fue antes de que me llegara su aliento. No hay palabras para definirlo. Era como oler un ácido. Los ojos me ardieron al instante; se me puso piel de gallina y los pelos como escarpias. Me acordé de una vez que había muerto una rata en nuestro apartamento en pleno verano. El hedor era parecido, sólo que éste era cien veces más fuerte, y mezclado con un olor a eucalipto. Me prometí en aquel mismo momento que nunca volvería a pedir en la enfermería del colegio pastillas para la tos. Estuve a punto de sacar mi espada, pero entonces recordé mi sueño sobre Zoë y Hércules. Si él había fracasado en su combate frente a frente con el dragón, sería mejor confiar en el criterio de Zoë. Thalia subió por la izquierda y yo por la derecha. Zoë fue directamente hacia el monstruo. —Soy yo, mi pequeño dragón —dijo—. Zoë ha vuelto. Ladón se desplazó hacia delante y enseguida retrocedió. Algunas bocas se cerraron; otras siguieron silbando. Se hizo un lío. Entretanto, las hespérides se disolvieron y retornaron a las sombras. Aún se oyó la voz de la mayor: —Idiota —susurró. —Yo te alimentaba con mis propias manos —prosiguió Zoë con tono dulce, mientras se iba aproximando al árbol dorado—. ¿Todavía te gusta la carne de cordero? Los ojos del dragón destellaron. Thalia y yo habíamos bordeado ya la mitad del jardín. Un poco más adelante, una senda de roca ascendía a la negra cima de la montaña. La tormenta se arremolinaba y giraba a su alrededor como si aquella cumbre fuese el eje del mundo. Habíamos salido casi del prado cuando algo falló. Percibí un cambio de humor en el dragón. Quizá Zoë se había acercado demasiado. O tal vez la bestia había sentido hambre. En todo caso, se abalanzó sobre ella. Dos mil años de adiestramiento la mantuvieron con vida. Esquivó una ristra de colmillos, se agachó para evitar la siguiente y empezó a serpentear entre las cabezas de la bestia, corriendo en nuestra dirección y aguantándose las arcadas que le provocaba aquel espantoso aliento. Saqué a Contracorriente para ayudarla. —¡No! —jadeó Zoë—. ¡Corred! El dragón la golpeó en el flanco y ella dio un grito. Thalia alzó la Egida y el monstruo soltó un espeluznante silbido. En ese segundo de indecisión, Zoë se adelantó montaña arriba y nosotros la seguimos a todo correr. El dragón no intentó perseguirnos. Silbó enloquecido y golpeó el suelo, pero le habían enseñado a proteger el árbol por encima de todo y no iba a dejarse arrastrar tan fácilmente a una trampa, por muy suculenta que fuese la perspectiva de zamparse a varios héroes. Subimos la cuesta corriendo mientras las hespérides reanudaban su canto en las sombras que habíamos dejado atrás. Su música ya no me pareció tan bonita, sino más bien como la banda sonora de un funeral. ***