book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 113
—¡Salta por allí! —me dijo Zoë—. Tú puedes huir por el agua, Percy. Pídele auxilio a tu padre. Tal vez
puedas salvar al taurofidio.
Tenía razón, pero no podía hacerlo.
—No os abandonaré —contesté—. Combatiremos juntos.
—¡Tienes que avisar al campamento! —dijo Grover—. Para que al menos sepan lo que sucede.
Me fijé en las baratijas de cristal, que formaban más de un arco iris a la luz del sol. Y había una fuente
al lado.
—Avisar al campamento —murmuré—. Buena idea.
Destapé a Contracorriente y corté de un tajo la parte superior de la fuente. El agua manó a borbotones
de la tubería y nos roció a todos.
Thalia jadeó al contacto con el agua. La niebla que velaba sus ojos pareció disiparse.
—¿Estás loco? —me dijo.
Pero Grover me había entendido. Ya estaba hurgando en sus bolsillos para encontrar una moneda.
Lanzó un dracma de oro al arco iris que se había formado en la cortina de agua y gritó:
—¡Oh, diosa, acepta mi ofrenda!
La niebla empezó a ondularse.
—¡Campamento Mestizo! —clamé.
Temblando entre la niebla, surgió la imagen de la última persona que hubiera querido ver en aquel
momento: la del señor D, con su chándal atigrado, husmeando en la nevera.
Levantó la vista con aire perezoso.
—¿Dónde está Quirón? —lo apremié a gritos.
—¡Qué grosería! —El señor D bebió un trago de una jarra de zumo de uva—. ¿Así es como saludas?
—Hola —me corregí—. ¡Estamos a punto de morir! ¿Dónde está Quirón?
El señor D reflexionó. Yo quería gritar que se apresurase, pero sabía de antemano que no serviría de
nada. Oía pasos y gritos cerca. Las tropas del mantícora estrechaban el cerco.
—A punto de morir… —musitó—. ¡Qué emocionante! Me temo que Quirón no está. ¿Quieres dejarle
un recado?
Miré a mis amigos.
—Estamos perdidos.
Thalia aferró su lanza. Ahora parecía otra vez la Thalia furiosa de siempre.
—Moriremos luchando —aseveró.
—¡Cuánta nobleza! —dijo el señor D, sofocando un bostezo—. ¿Cuál es el problema exactamente?
No creía que sirviese de nada, pero le hablé del taurofidio.
—Humm… —Estudió los estantes del frigorífico—. Así que es eso. Ya veo.
—¡Ni siquiera le importa! —chillé—. ¡Preferiría vernos morir!
—Veamos. Me parece que me apetece una pizza esta noche.
Quería dar un tajo a través del arco iris y desconectar, pero no tuve tiempo, porque la mantícora gritó
«¡Allí!», y de inmediato nos vimos rodeados. Dos guardias permanecían detrás de él. Los otros dos
aparecieron en el techo de las tiendas que quedaban sobre nuestras cabezas. La mantícora se quitó el
impermeable y adoptó su auténtica forma, con sus garras de león y su cola puntiaguda y erizada de
púas venenosas.
—Magnífico —dijo. Echó un vistazo a la imagen de la niebla y sonrió con desdén.
Estábamos solos, sin ninguna ayuda tangible. Fantástico.
—Podrías pedir socorro —murmuró el señor D, como si encontrara divertida la idea—. Podrías decir
«por favor».
«Cuando los cerdos tengan alas», pensé. No iba a morir suplicándole a un zángano como el señor D
sólo para que pudiera reírse mientras nos mataban a tiros.
Zoë preparó sus flechas. Grover se llevó a los labios sus flautas. Thalia alzó su escudo y reparé en una
lágrima que resbalaba por su mejilla. De repente lo recordé: aquello ya le había sucedido una vez. Ella