book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 108

—Un típico vagabundo. —Muchas gracias —refunfuñé—. ¿Para qué tengo que vestirme así? —Ya te lo he dicho. Para no desentonar. Nos condujo de nuevo al muelle. Tras un buen rato buscando, Zoë se detuvo en seco. Señaló un embarcadero donde un grupo de vagabundos se apretujaban cubiertos de mantas, aguardando a que abrieran el comedor de beneficencia. —Tiene que estar allá abajo —dijo Zoë—. Nunca se aleja demasiado del agua. Le gusta tomar el sol durante el día. —¿Cómo sabré quién es? —Tú acércate a hurtadillas. Actúa como un vagabundo. Lo reconocerás. Huele de un modo… distinto. —Estupendo. —Preferí no pedir más detalles—. ¿Y cuando lo encuentre? —Agárralo. Y no lo sueltes. Él hará todo lo posible para librarse de ti. Haga lo que haga, no lo dejes escapar. Oblígalo a que te hable de ese monstruo. —Nosotros te cubrimos las espaldas —dijo Thalia mientras me quitaba algo en la espalda de la camisa: un trozo de pelusa. A saber de dónde procedía—. Eh… bueno, pensándolo bien, te las cubriremos a distancia. Grover alzó los pulgares, deseándome suerte. Yo farfullé que era un privilegio tener unos amigos con semejantes arrestos y me dirigí al embarcadero. Me calé bien el gorro y caminé dando tumbos, como si estuviese a punto de desmayarme, lo cual no me costaba demasiado con lo cansado que estaba. Pasé junto al vagabundo que nos había visto aterrizar. Estaba previniendo a los demás de la llegada de unos ángeles metálicos de Marte. No olía bien, pero no tenía un olor… distinto. Seguí adelante. Un par de tipos mugrientos con bolsas del súper en la cabeza me examinaron de arriba abajo cuando me acerqué. —Lárgate, chaval —murmuró uno de ellos. Me aparté. Apestaban, pero lo normal. Nada fuera de lo común. Había una dama con un carrito de la compra lleno de flamencos de plástico. Me lanzó una mirada enloquecida, como si fuese a robárselos. Al final del embarcadero, en un trecho iluminado por el sol, vi a un tipo tirado en el suelo que parecía tener un millón de años. Llevaba un pijama y un mullido albornoz que en tiempos habría sido blanco. Era gordo y tenía una barba blanca que se había vuelto amarillenta. Algo así como un Papá Noel arrastrado por un vertedero. ¿Y su olor? Al acercarme, me quedé de piedra. Apestaba, sí, pero con un tufo marino. Una mezcla de algas recalentadas, peces muertos, salmuera… Si el océano aún contenía algún olor repulsivo, era aquél. Procuré contener las arcadas y me senté a su lado como si estuviera muy cansado. El hediondo Papá Noel abrió un ojo con suspicacia. Noté cómo me observaba, pero no miré. Mascullé algo sobre unos padres estúpidos y un colegio todavía peor, pensando que así resultaría más creíble. Papá Noel volvió a dormirse. Me preparé. Era consciente de que aquello iba a parecer muy raro, y tampoco sabía cómo reaccionarían los demás vagabundos. Pero salté sobre él. —¡Aaaaahhh! —gritó. Yo pretendía agarrarlo, pero era él más bien quien me agarraba a mí. Como si no hubiera estado durmiendo, sólo fingiendo. Desde luego no parecía un viejo endeble. Tenía una presa de acero—. ¡Socorro! —chillaba mientras me estrujaba con un abrazo mortal. —¡Menudo espectáculo! —gritó otro vagabundo—. Un chaval peleándose y revolcándose con un anciano. En efecto, nos revolcamos por el embarcadero hasta que me di un porrazo contra un poste. Me quedé aturdido un segundo y Nereo aflojó su presa y trató de escapar. Antes de que lo consiguiera, me recobré y le hice un placaje por la espalda.