book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 104
Los guerreros-esqueleto intentaban apuntar con sus pistolas, pero era inútil. Los burritos y las bebidas
volaban por todas partes.
En medio del caos, Thalia y yo les hicimos un placaje a los dos esqueletos de las escaleras y los
mandamos directos a la mesa de condimentos. Bajamos los peldaños de tres en tres mientras las
raciones de guacamole volaban por encima de nuestras cabezas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Grover cuando salimos al exterior.
No supe qué responder. Los guerreros apostados en la carretera se acercaban por ambos lados.
Corrimos hacia la plaza de las estatuas de bronce y nos dimos cuenta demasiado tarde de que nos tenían
acorralados contra la roca.
Los esqueletos avanzaban formando una media luna. Sus compañeros venían desde el bar. Uno de ellos
todavía se estaba colocando la calavera sobre los hombros. Otro venía cubierto de ketchup y mostaza.
Y había dos más con burritos incrustados entre las costillas. Muy contentos no parecían. Sacaron sus
porras y avanzaron.
—Cuatro contra once —masculló Zoë—. Y ellos no mueren.
—Ha sido fantástico compartir esta aventura con vosotros —dijo Grover con voz temblorosa.
Capté una cosa brillante con el rabillo del ojo, y al volverme vi los pies de la estatua.
—Uau. Tienen los dedos relucientes.
—¡Percy! —me reprendió Thalia—. Déjate de tonterías.
Contemplé a los dos gigantes de bronce, cada uno con dos alas grandiosas y tan afiladas como un
abrecartas. La exposición a la intemperie los había vuelto de color marrón, salvo los dedos de los pies,
que relucían como monedas recién acuñadas gracias a la costumbre de la gente de frotarlos para que les
dieran suerte.
Buena suerte. La bendición de Zeus.
Me acordé de la mujer del ascensor. Aquellos ojos grises, aquella sonrisa… ¿Qué me había dicho?
«Siempre hay una salida para los que tienen la inteligencia de encontrarla.»
—Thalia —dije—. Rézale a tu padre.
Ella me lanzó una mirada furiosa.
—Nunca responde.
—Sólo por esta vez —supliqué—. Pídele ayuda. Creo que estas estatuas pueden darnos suerte.
Seis esqueletos nos encañonaron. Los otros cinco se acercaban con sus porras. Quince metros. Diez.
—¡Vamos, hazlo! —la apremié.
—¡No! —insistió Thalia—. No me va a responder.
—Esta vez es distinto.
—¿Quién lo dice?
Titubeé.
—Atenea, creo.
Ella me miró como si me hubiese vuelto loco.
—Prueba —suplicó Grover.
Thalia cerró los ojos y empezó a mover los labios en una plegaria silenciosa. Yo le dediqué mi propia
oración a la madre de Annabeth, rogando no haberme equivocado. Tenía que ser ella la mujer del
ascensor. Había venido para ayudarnos a salvar a su hija.
Recé, pero nada sucedió.
Los esqueletos estrecharon el cerco. Blandí mi espada para defenderme. Thalia alzó su escudo. Zoë
apartó a Grover de un empujón y apuntó con su arco a la cabeza de un esqueleto.
En ese momento, una sombra se cernió sobre mí. Creí que sería la sombra de la muerte, pero era un ala
enorme. Los esqueletos levantaron la vista demasiado tarde. Hubo un destello de bronce y los cinco que
se aproximaban con sus porras fueron barridos de un solo golpe.
Los otros abrieron fuego. Yo me cubrí con mi piel de león, pero no hacía falta: los ángeles de bronce se
adelantaron y desplegaron sus alas. Las balas resonaron en la superficie como la lluvia enfurecida en un