book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 102
Había otra guía hablando a los turistas sobre el suministro de agua en Nevada. Rogué que Thalia, Zoë y
Grover estuvieran bien. Tal vez los habían capturado. O tal vez no, y seguían comiendo en aquel
condenado bar, ajenos a lo que sucedía. Estúpido de mí: me había encerrado a mí mismo en un agujero
a doscientos metros de profundidad.
Me abrí paso entre la gente con todo el disimulo que pude. En un extremo de la galería había un
vestíbulo: quizá un buen sitio donde ocultarse. Mantuve la mano en el bolsillo, empuñando a
Contracorriente con firmeza.
Cuando llegué al final de la galería, tenía los nervios de punta. Entré en el pequeño vestíbulo
caminando hacia atrás, para no perder de vista el corredor.
Entonces oí un resoplido a mi espalda. Pensé que era otro esqueleto y, sin pensármelo, destapé a
Contracorriente, di media vuelta y lancé un tajo a ciegas.
La chica (increíblemente, no la corté en dos) dio un chillido y dejó caer su pañuelo.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Es que matas a todo el mundo que se suena la nariz?
Lo primero que pensé fue que la espada no la había herido. Que la había atravesado sin dañarla.
—¡Eres mortal!
Ella me miró perpleja.
—¿Y eso qué significa? ¡Claro que soy mortal! ¿Cómo has podido pasar el control de seguridad con
esa espada?
—No he pasado el control… Un momento, ¿tú la ves como una espada?
Ella puso un momento los ojos en blanco. Eran verdes, como los míos. Tenía el pelo rizado, castaño
rojizo, y la nariz también roja, como si estuviese resfriada. Llevaba una sudadera granate de Harvard y
unos vaqueros llenos de manchas de rotulador y agujeritos, como si hubiera dedicado su tiempo libre a
perforárselos con un tenedor.
—Una de dos: o es una espada, o es el cepillo de dientes más grande del mundo —dijo—. ¿Y cómo es
que no me ha hecho ningún daño? Bueno, no es que me queje. ¿Tú quién eres? Y… ¿qué llevas puesto?
¿Es una piel de león?
Hacía tantas preguntas y tan deprisa, que era como si te bombardeara. No se me ocurría qué decir. Me
miré las mangas. En apariencia yo llevaba puesto un abrigo marrón, no la piel del León de Nemea.
No me había olvidado de los guerreros-esqueleto. Y no tenía tiempo que perder. Pero aun así, me quedé
mirando a aquella chica pelirroja. Entonces recordé lo que había hecho Thalia en Westover Hall para
despistar a los profesores. Quizá yo también pudiera manipular la Niebla.
Me concentré y chasqueé los dedos.
—No ves una espada —le dije a la chica—. Es sólo un bolígrafo.
Ella parpadeó.
—Qué va. Es una espada. Vaya tipo más raro…
—¿Y tú quién eres? —le pregunté.
Ella resopló, indignada.
—Rachel Elizabeth Daré. Y ahora, ¿vas a responderme o llamo a gritos a seguridad?
—¡No! —dije—. Es que… tengo un poco de prisa. ¡Estoy metido en un aprieto!
—¿Tienes prisa o tienes problemas?
—Las dos cosas.
Ella miró por encima de mi hombro y abrió los ojos de par en par.
—¡El lavabo!
—¿Qué?
—¡El lavabo! ¡Detrás de mí!
No sé bien por qué, pero le hice caso. Me colé en el baño de caballeros y dejé a Rachel Elizabeth Daré
allí fuera. Más tarde pensé que aquello había sido muy cobarde por mi parte. Pero estoy seguro de que
me salvó la vida.
Oí los chirridos y los siseos de los esqueletos a medida que se acercaban.