Cuando Ana entró a la preparatoria sus esperanzas habían tomado vuelo por encima de sus temores. Ella pensaba que sería un escape de la anonimidad que se ponía como un vestido mágico que la tornaba invisible dentro de su casa, atravesando desapercibida como un fantasma entre la vida imperturbable de sus padres. Tenía un deseo enorme por conocer a gente nueva que pudiera mirarla y hacerla sentir que su vida era más que un mero eco que sus padres a veces escuchaban reverberando por los espacios vacíos que su hija en algún momento había habitado. Pero al entrar a la prepa Ana no “contactó” a nadie. Sentía que nadie se parecía a ella y nadie podía entenderla.Poco a poco dejó de hablar y de convivir con sus compañeros. Sentía un vacío tan enorme que cuando se volvía insoportable prefería rasgar sus muslos con una pequeña navaja de afeitar – bajo el dolor de la rasgadura que transitaba sobre su piel, sumía el sufrimiento de aquella infranqueable soledad que se había instalado en lo más profundo de su ser. Comenzó a creer que no tenía sentido seguir viviendo. Su mayor temor no era el de la muerte como tal, sino quién le daría de comer a Ofelia si ella ya no estuviera ahí para alimentarla – sus padres que ni la pelaban, pensó ella, menos se darían cuenta que había dejado una tortuga huérfana. Hacia la famosa pregunta de Viktor Frankl,
su respuesta caminaba lentamente dentro de un pequeño caparazón balanceado sobre cuatro tristes patas.
Luis pensaba que el cambio de escuela sería la oportunidad perfecta para dejar de ser un nerd. Consideraba que como nadie lo conocería podría reinventarse y ser quien él quisiera. Al entrar a la escuela, buscó el grupo de chicos que todos consideraban los más “cool” y se les acercó. Resultó que eran súper divertidos: echaban relajo, faltaban a clases, bebían a escondidas fuera de la escuela y ligaban a chicas. A pesar de algunos remordimientos, Luis sabía lo que era estar solo y sin amigos, así que comenzó a seguirles la corriente. Llegó al punto en que ya había perdido el semestre, el consumo de alcohol le era habitual y solía despertar en sillones y pisos de casas ajenas sin saber cómo había llegado ahí. Una noche, Luis y sus amigos decidieron sobre una mesa repleta de las latas vacías de las chelas que se habían echado, que sería una magnífica idea también echarse unas carreritas. Se subieron en dos autos, amontonados 11 muchachos entre los dos, y aceleraron hasta el fondo. Uno de los chicos que conducía perdió el control, y en la madrugada comenzaron a sonar los teléfonos en las casas de aquellos padres que pronto tendrían que desplazarse como cascaras sin alma hacia la morgue para identificar a los cuerpos de sus hijos sin vida.
La adolescencia es una etapa de la vida en la que el individuo, como lo indica la propia palabra, adolece su ser en el mundo. La amenaza del aislamiento social coloca al adolescente ante una encrucijada donde se le postula el riesgo de elegir entre dos extremos: ensimismarse en su dolencia y perderse dentro de sí mismo, o perderse a sí mismo por el deseo de pertenecer a un grupo social de semejantes. El conseguir un balance entre estos dos polos requiere de una madurez emocional con la cual pocos cuentan.
La adolescencia se caracteriza por profundas transformaciones biológicas, psicológicas y sociales generadoras de crisis y contradicciones. Estas exponen al adolescente, en su inherente vulnerabilidad, a una serie de riesgos, tales como rompimientos amorosos, pérdidas y duelos, problemas familiares, rechazo social, etc. En gran medida, la habilidad del adolescente para afrontar estos retos depende de su capacidad de interactuar socialmente, afrontar el estrés en los periodos difíciles e implicarse en relaciones y actividades sanas con los demás (Carvajal-Carrascal y Caro-Castillo, 2009).
Cuando el adolescente decide estar solo por elección, lo vive como una experiencia agradable que le permite descansar y enfocarse en sí mismo. Sin embargo, cuando desea tener contacto con los otros, pero es incapaz de lograrlo, experimenta una terrible angustia. Este segundo tipo de aislamiento se relaciona con sentimientos de inseguridad e inutilidad, rechazo, falta de ánimo, hipoactividad, tristeza y desesperanza. Este cuadro se asocia con depresión, adopción de conductas de riesgo e ideación y comportamiento suicida.
Si bien el aislamiento social es una amenaza, el afán por evitarlo también puede resultar en conductas de riesgo agudas. La pertenencia a un grupo de semejantes le “permite al adolescente sentirse integrado en la sociedad” (Maturana, 2011, p.103) y funciona como un medio de acceso a lo que éste anhela adquirir, conquistar o ser. Para el adolescente, “su grupo” es un elemento de referencia fundamental, que a su vez puede constituir un factor de riesgo significante, ya que representa una caja de resonancia o un amplificador de conductas nocivas, siendo muy difícil para el joven resistir el deseo de pertenecer.
Entre el desbordamiento hacía las exigencias del grupo y el aislamiento detrás de una pared impenetrable, el adolescente tiene la difícil tarea de hallar un justo medio: la de lograr que su ser social sea rodeado por una membrana permeable, como la de una célula, lo suficientemente fuerte para contenerlo y mantenerlo como individuo independiente, pero al mismo tiempo le permita la flexibilidad para entrar en contacto con los otros y así nutrirse del apoyo emocional que estos le pudieran ofrecer.
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