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DOS LIBROS
por Sole Rebelles
El lunes pasado me encontró haciendo cola en el banco. Como era de esperar, muchas otras personas coincidían en la intención de cobrar o pagar algo importante.
Tengo la costumbre de llevar un libro en mi bolso para estas ocasiones. Los libros de mi casa saben que descansan en la biblioteca, en los estantitos o en la mesa de luz y, a veces, tienen la suerte de salir de paseo conmigo en bolsos o agendas.
Cuando me ubiqué detrás de otras cuarenta y nueve personas, saqué El castillo del Rey Sisebuto y me escapé del fastidio. Andaba yo saltando en la hierba fresca, cuando una voz masculina me trajo al mundillo aséptico de aromas envasados:
—¿No está usted ya grandecita para leer?
No escuché bien. Estaba atenta al regalo que el rey estaba por recibir.
—¿Cómo? Disculpe, no le entendí.
Un señor sonriente se sonrojaba, un poco atolondrado, y me explicaba que era un chiste el que hacía, al decirme si no estaba yo un poco grandecita para estar leyendo cuentitos para chicos.
Le respondí con una sonrisa porque vi que se había puesto nervioso y supe que no era su intención incomodarme.
Volví al reino lejano, pero no alcancé a descalzarme cuando una voz –ahora femenina- opinó:
—Parece divertido el cuento—. Era la chica de adelante.
Quedé haciendo equilibrio entre el reino de la hierba fresca y el de pisos brillantes. Me sostuvo el asombro.
Cuando leo no espero que alguien se interese en eso: solo leo. Me voy del ahora por algunos instantes y así reconforto el alma para seguir el camino. Es una actividad personal, privada, que forma parte de mi intimidad. Sin embargo, en ese momento, dos personas en menos de un minuto hacían comentarios respecto de mi lectura.
Balbuceé que sí, que estaba divertido, y expliqué alguna cuestión de género casi tonta. Me quedé asombrada pensando que tenía que hacer algo. Que no podía, como narradora de cuentos que soy, dejar esas ganas de prestar atención a una historia sin alguna palabra.
Pero ese día era extraño para mí. No sentí deseos de narrar; mi voz me jugaba una mala pasada. Volví a las páginas como excusa para pensar. Metí la mano en mi bolso y encontré dos “Fileteaditos” (la colección de Colihue). Comprobé autores y títulos; me decidí por Aire de Familia de Iris Rivera y, juntando un coraje que no pensé necesitar, toqué el hombro de la chica del comentario y le acerqué el libro junto con un “¿Querés leer?”
Cuando giró la cabeza, me sorprendió ver dos lágrimas que mojaban sus mejillas, indiferentes a los trajes y a los maletines.
Dijo que sí, que gracias.
Volví a hacer equilibrio en la línea que separaba los dos mundos y pude ver que, a medida que avanzaba en la lectura, se le acomodaba el cuerpo de algún modo más distendido. Sobre el final, un movimiento de hombros confirmó que la sonrisa había tomado su puesto.
Desde ese lunes decidí no llevar más un libro en mi bolso. Ahora serán siempre dos.
Miradas