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por Marita von Saltzen
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El animal gemía, ladraba, gruñía y arañaba la puerta. Ismael no podía parar de tembler. Nunca antes había sentido miedo a los perros, pero esta vez se trataba de doce o quince, todos juntos, todos dentro de la casa. No entendía de dónde habían venido ni por qué. No eran perros entrenados; eso se notaba. Además, eran todos diferentes entre sí: algunos grandes, otros más pequeños; algunos de pelo largo, otros con poco o casi nada de pelo.; todos de diferentes colores
A HUIDA
a jauría salvaje había entrado por todas las puertas. Ismael corrió hacia el primer piso de la casa abandonada. Subió por una escalera ancha, señorial, que en otros tiempos había sido testigo de grandes fiestas y ahora tenía una alfombra desteñida, roída, hecha jirones. Tenía la esperanza de que ninguno de los animales pudiera subirla. Cuando vio a uno de los perros que corría tras él, pensó por un instante qué le había hecho suponer semejante absurdo.
Logró llegar a un dormitorio enorme y oscuro, presidido por una cama antigua con dosel. Cerró la puerta del dormitorio con fuerza y se metió dentro del ropero, en el lugar que dejaban libre las pocas ropas colgadas. Mientras temblaba, contenía las náuseas que siempre le había producido el olor a humedad, y buscaba a tientas algún objeto para defenderse en caso de que aquel perro lo atacara.
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Todos, raza “perro”.
Él había buscado refugio entre aquellas paredes inhóspitas para huir de la policía. Unos días atrás había entrado a robar a la casa de la madama, la que regenteaba el puterío del pueblo, allá en las afueras. Había supuesto que la mujer no estaba. Pero ella se había presentado de pronto con un cuchillo y él se había defendido. Nunca tuvo la intención de matarla, pero “cuando un hombre está desesperado” —se justificaba— “no mide sus fuerzas”.
Después había corrido hacia el bosque. Sabía que la policía no lo iba a encontrar tan fácilmente en aquella maraña verde. Sin embargo, una
noche vio luces y huyó en dirección a la casa.
Mala fama tenía la casa. La gente hablaba de
ruidos, de fantasmas, de aparecidos. Claro que
el miedo hace valientes a los más cobardes, o
quizás les quita la memoria. Y ahí estaba, encerrado en un ropero con olor a humedad.
Afuera, la lluvia calmaba la sed de la tierra reseca. En los breves instantes en que el perro callaba, podía oír el repiqueteo en el techo y en las persianas. Pensó que, seguramente, la policía habría suspendido la búsqueda por la tormenta.
De pronto, los ladridos y los rasguños del perro en la puerta se detuvieron. Ismael decidió salir de su escondite. Tal vez la ventana era una buena opción, pensó, para escapar de aquel infierno.
Estaba cerca de la ventana cuando la jauría volteó la puerta y se lanzó sobre él.
Se defendió como pudo con una percha, espada improvisada, pero no bastó para impedir que
sangre.
dentro. Lloraba. Se orinaba. El riacho. Llegar al riacho. Más lejos de lo que él había imaginado. Demasiado lejos.
El riacho. Llegar al riacho.
La policía lo encontró al día siguiente.
“Una muerte inexplicable”, titularon los diarios. “El cuerpo de Ismael Gutiérrez fue hallado en el bosque a pocos metros del río, con señales claras de haber sido atacado por una jauría. Sin embargo, la policía no ha podido hallar ningún perro ni en el bosque ni en la casa abandonada”.
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L
Ilustración: "Jauría" de Bárbara Solari
Cuento
Silence
Lalo Schifrin Schifrin
entre varios lo mordieran en las manos, en la cara, en las piernas, y destrozaran la piel y más adentro. Sangraba por todas las heridas cuando pudo lanzarse a través de la ventana. Cayó sobre la tierra mojada. Salpicó agua y sangre.
Los perros habían recuperado su casa. Ismael logró incorporarse a duras penas. Arrastraba con mucha dificultad la pierna derecha, desgarrada a la altura del muslo. La sangre salía a borbotones.
Avanzaba mojado por fuera y por dentro.