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Miradas
por Marta Ludueña
Media mañana, doblé la esquina de Callao y Rivadavia despacio, para que esa esquina no le quebrara el espinazo a mi sombra. Algo me hizo trastabillar: “esquiusmi madam” , me dijo con aliento de salamín y cebolla.
—No es nada —contesté.
Un joven flaquísimo, esmirriado me regaló una sonrisa de propaganda. Giró y yo detrás de él. Íbamos por el mismo camino. Apuré el paso. “Ideal para mi columna“, pensé.
Se lo veía contento, divertido. Se miró en una vidriera, sonrió, se mojó la punta de los dedos y se arregló las cejas. Metió la mano derecha en el bolsillo, sacó unos papeles, los hizo un bollo y los tiró errando a un cesto. Escupió por sobre el hombro.
Al pasar junto a un puesto de revistas, estiró el brazo y le acarició las piernas larguísimas a Liz Solari, la modelo. Ella le sonrió. Unos pasos más adelante, Liz en tamaño natural, desde un enorme cartel, le mostraba su piel de nácar y terciopelo. Él comenzó a aullar como Tarzán. La gente que pasaba lo miraba con desaprobación y él, feliz, se acariciaba. Nos ignoraba.
Un policía le dijo:
—Circule.
Casi bailaba de contento. Empezó a silbar una cumbia pegadiza y apuró el paso. El semáforo de Corrientes nos detuvo. Me paré al lado de él esperando la luz verde. Me miró, me hizo una reverencia:
—Cobro veinte —me dijo.
Lo miré. En dos zancadas cruzó la calle Corrientes. Vi su espalda encorvarse sobre una morocha exultante.
Mi mano distraída hurgaba en el bolsillo. Había solo monedas.