Por Antonio de Torres
122 años
Escribo esto el día del cumpleaños más
importante para mí, el 21 de diciembre. No
es mi cumpleaños, desde luego, ni el de mi
hijo, ni el de su madre, ni... ninguno lógico
y habitual. Es el 122 cumpleaños del
BALONCESTO.
En estos tiempos, en los que unos cuantos
desconocidos, mental y profesionalmente
escasos, muy escasos, me están poniendo
más difícil que nunca eso de jugar partidos
de baloncesto, he pensado que quizá sería
oportuno meditar un momento sobre cómo
y para qué nació el deporte que hoy tiene
más licencias en el mundo (¡Sí! No es el
futbol, no señor. Vale que los chinos tienen
mucho que ver en eso, pero... es lo que
hay).
Todos sabemos que el baloncesto lo inventó
un tal James Naismith en un frío lugar llamado
Sprinfield en el estado de Massachussets. Eso
está a menos de tres horas al norte de Nueva
York, a orillas del río Connecticut y a menos de
150 kilómetros de la costa donde está la
capital estatal, Boston. ¡Mucho frío!
Hoy quiero traer aquí los detalles de la
reflexión que se hizo el profesor
Naimsith para inventar literalmente un
nuevo deporte. Él había probado ya
haciendo modificaciones sobre deportes
conocidos, buscando la manera de
adaptarlos a las dos condiciones que le
había puesto su jefe en el YMCA
International Training School (hoy
conocido como Springfield College), el
Dr. Luther Halsey Gulick: que se
pudiera jugar sin problemas técnicos en
pabellón cubierto durante el frío invierno
y que resultara motivante y atractivo
para los alumnos más rebeldes y
reluctantes con el entrenamiento que
tenían en el centro.
Naismith había sido nombrado por Gulick
profesor de la clase de los “incorregibles”,
como les llamaban a los 18 alumnos de los
que nadie podía hacer carrera y con ellos
hizo diferentes intentos, frustrados todos.