Primero el pico, luego la vara y el azadón. En plena transición de verano a invierno, los pocos rayos de sol amortiguan la piel. Pero los 4 800 metros sobre altura afectan a más de uno. Los hieleros se equipan con ponchos rojos y continúan la jornada: el pico, la vara y el azadón. El ciclo parece infinito. Baltazar descansa y pronto, Juan agudiza el trabajo. Sus brazos están cansados pero todavía faltan dos lotes más. Yuly, Widinson y ‘Luchito’ los miran, están esperando por las 120 libras de hielo que cada uno debe movilizar. El hielo cae y la vista es, sobre todo, impactante. El vacío despliega una gama de páramos bicolor. Cuando termina de envolver en la paja a los seis lotes de la faena y los coloca sobre los borricos, Juan dice que la naturaleza, que ha completado durante 43 años, nunca deja de sorprender. A Juan le parece que ser hielero le llegó como el resultado de los azares del destino. Él, que pensó dedicarse al agro toda su vida, estaba a los pies del Chimborazo continuando con un oficio que siempre admiró pero como algo ajeno. Tenía 15 años cuando una amiga le presentó a Carmita. Se enamoró y no se separaron más. Simple. Tuvo tres hijos pero, al igual que la familia Ushca, ninguno de los suyos quiso seguir el camino de su suegro. Hasta que en el 2012, la vida cambió.