Carta editorial
¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad?
Ilustración por: Alberto Aldaco
(Balgerufth)
Si hablamos de un grupo al cual queremos identificar en su esencia,
haríamos referencia a sus rasgos identitarios: su cultura, su religión,
sus tradiciones, sus colores, formas de proceder, hábitos y, en general,
formas de hacer mundo y comunidad.
Así pasan por nuestra mente los más pintorescos pueblos, las socie-
dades más recónditas con sus hábitos que nos son los más extraños,
los más comunes, los más propios de un determinado grupo humano.
«No soy racista, pero creo en la ‘preservación de la identidad’» nos
dice Richard Spencer, el ideólogo del supremacismo blanco y de los
neonazismos en Estados Unidos. Esta nueva faceta de un viejo mons-
truo —los horrorosos fascismos del siglo XX— ahora se presenta con
los carteles y con el discurso de las academias de humanidades más
actuales. Para ellos, el justificar la exclusión y odio por ciertos grupos
humanos no es un acto de racismo, sino una sana medida de la pre-
servación de la identidad. Al igual que varios grupos indígenas en el
mundo, ellos nos dicen, por lo que luchan es por preservar una cierta
cultura, una cierta creencia, un “modo de ser” que les da una identidad
común. No es, entonces, propiamente “odio” lo que profesan, sino un
férreo “amor” por lo suyo. Un cierto modo de hacer comunidad.
¿Qué es entonces la comunidad, la identidad, el “sano” conservaduris-
mo de modos de haber común?
Dar cuenta de esa cuestión, de tajo, nos es imposible. Tal “santo grial”
del entendimiento humano nos evitaría innúmeros conflictos en un
instante. Sin embargo, por un “sano” repudio al odio, por un “sano”
pensar, por un “sano” sentir, podemos hacer el intento.
De principio, si uno pretende ser congruente, habría que aceptar que
para definir correctamente la identidad de otro, hay que definir bien a
bien la propia. Definir la propia identidad es también siempre definir
la de un «otro», pues la identidad de cada uno se da por los límites que
separan lo «mío» de lo «suyo».
“¿Suyo?”. ¿Quién soy?”, “¿quién eres?”, “¿eres de los míos?”.
“No te veo”.
“Páramo de espejos”, “oh inteligencia soledad en llamas que lo consu-
me todo hasta el silencio”.
(Solipsismo)
Tal vez con sólo formular la pregunta, no presuponiendo una respues-
ta, sino llevándola a fondo, ya es un camino: un vernos a los ojos y
esperar que el espejo se craquele; la esperanza de una ventana tras
el espejo: historia común, justicia, un mundo donde quepan muchos
mundos.
Tal vez no haya respuesta; tal vez nunca seamos nadie. Sin embargo,
al menos eso tenemos en común(idad).
“Ven, déjame contarte un cuento”. ▪
Revista Autarquía
Autarquía
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