U n sonido en el cubículo de junto le hizo evocar el aparato aquel del que
llegó a pensar era cosa del diablo. Cómo podía uno tener en su casa un arma-
toste que transmitía un texto escrito por otra persona en un lugar distante...
Era un rechinido extraño que sonó más bien dentro de sí como un zumbido
de oídos, como la vibración de las alas de un mosquito dentro del laberinto
auditivo. Un mareo le revolvió el estómago. Últimamente el estrés había
estado intenso: las deudas acumulándose y él cada vez más cansado de los
dos empleos. Para acabarla, Rita estaba distante, extraña; desde que los hijos
se fueron a construir sus propias vidas, ella se metió en el mundo virtual. Li-
teralmente. Su mente, sus ojos, sus manos sólo se ocupaban del teclado y la
pantalla. Cierto que su trabajo tenía que ver con eso; pero cierto también que
un centavo de euro por encuesta contestada era más un lastre que una ayuda
a la precaria economía familiar.
—Don Juan, ti ene una llamada —escuchó como desde lejos...
Pensó en servirse un té, echarse un poco de agua fría en la cara pero miró
frente a sí la puerta de su oficina como en un túnel que se alargaba y prefirió
cerrar los ojos y recostar la cabeza en el respaldo del sillón.
Alguien lo tocó suavemente del hombro.
— ¡Teléfono, señor!
—Ah, sí, gracias, enseguida contesto.
La voz del otro lado del auricular le llegó como una delgada línea en mo-
vimiento. Preguntaron su nombre y luego un tono levemente familiar men-
cionaba unos números... cuatro siete ocho nueve cero. Trató de pensar en el
sentido de eso, pero se le escapaba. La persona decía algo sobre un millón,
algo sobre un número que ganó. ¿Ganó? ¿Él, ganó? ¿Cómo?
Poco a poco fue reconociendo la voz de su hijo. Aunque no se había referido
a él como papá, sino como Don Juan, sonaba exaltado.
Finalmente pudo unir las expresiones intensas de su hijo con un significado:
habían ganado un millón de pesos. Él había guardado el boleto. ¿Recuerdas,
papá?
Recordó entonces el escepticismo con el que cooperaba, cada vez que en su
familia reunían dinero para comprar un boleto de lotería, la negligencia con
la que, días atrás, había tirado a la basura los papeles de su cartera.
Juan Bernardo Hernández se levantó de un salto y comenzó a lanzar todos
los papeles de su escritorio por el aire.▪
Autarquía
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