Antonio Skármeta
nas cubría una nalga, le dijo a su propia imagen:
-Tu es fou, petit!
Estuvo la noche entera contemplando el recorrido de la luna, hasta que
ésta se desvaneció en la madrugada. Eran tantos los temas pendientes
con el poeta, que este retorno artero lo dejaba confuso. Estaba claro que
primero le preguntaría -noblesse oblige- por su embajada en París, por
los motivos de su regreso, por las actrices de moda, por los vestidos de
la temporada (quizá hubiera traído uno de regalo para Beatriz), y luego
entraría el tema de fondo: sus obras completas escogidas, subrayaría
«escogidas», que con pulcra caligrafía llenaban el álbum del diputado
Labbé, acompañadas de un recorte de la ilustre Municipalidad de San
Antonio con una convocatoria al concurso de poesía, tras un primer premio consistente en «flor natural, edición del texto ganador en la revista
cultural La Quinta Rueda y cincuenta mil escudos en efectivo». La misión del poeta sería escarbar en el cuaderno, escoger uno de los poemas
y, si no fuera mucha la molestia, darle un toquecito final para subirle los
bonos.
Hizo guardia frente a la puerta, desde antes de que abriera la
panadería, que se oyera a lo lejos el cencerro del burro de lechero, que
cacarearan los gallos, que se apagara la luz del único farol. Enfundado
en la gruesa trama de su jersey marinero, mantuvo la vista en los ventanales consumiéndose por una señal de vida en la casa. Cada media
hora se decía que el viaje del vate tal vez hubiera sido agotador, que quizá
estaría retozando en sus colchas chilotas, y que doña Matilde le habría
llevado el desayuno a la cama, y no perdió la esperanza, aunque los
dedos de sus pies llegaron a dolerle de frío, de que los encapotados párpados del vate surgieran en el marco y le dedicaran esa ausente sonrisa
con la que había soñado tantos meses.
Hacia las diez de la mañana, bajo un sol desabrido, doña Matilde abrió
el portón con una bolsa de mallas en la mano. El muchacho corrió a
saludarla, golpeando jubiloso el lomo de su bolsa y luego dibujando en
el aire el exagerado volumen dé correspondencia atrasada que contenía.
La mujer estrechó su mano con calor, pero bastó un solo parpadeo de
esos ojos expresivos, para que Mario discerniera la tristeza tras la cordialidad.
-Pablo está enfermo -dijo.
Abrió la bolsa de mallas, y le indicó con un gesto que derramase la correspondencia en ella. Él quiso decirle «eme deja que se la lleve a la
pieza?», pero lo invadió la suave gravedad de Matilde, y tras obedecerla
hundió los ojos en el vacío del bolsón, y preguntó, casi adivinando la
respuesta:
-¿Es grave?
Matilde asintió y el cartero fue con ella un par de pasos hasta la
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