El cartero de Neruda
las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches, oyendo
el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me propuse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una
gran afinidad con Mario Jiménez, mi héroe. conseguir que Pablo Neruda
prologara mi texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial
Nascimento y conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosamente postergado.
Para no hacer este prólogo eterno y evitar falsas expectativas en mis
remotos lectores, concluyo aclarando desde ya algunos puntos. Primero, la
novela que el lector tiene en su mano no es la que quise escribir en isla
Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella época, sino un
producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda. Segundo, a
pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del
éxito (entre otras cosas porfiases como éstas, me dijo un editor) yo permanecí -y permanezco- rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros
del relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del
metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a
metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de
los criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo
aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador
omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda
seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente
novela que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera
sacado en otro rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios
del vate y no a mi falta de impertinencia. Con una amabilidad que no
merecía la bajeza de mis propósitos me dijo que su gran amor era su
esposa actual Matilde Urrutia, y que no sentía ni entusiasmo ni interés por
revolver ese «pálido pasado», y con una ironía que sí merecía mi audacia
de pedirle un prólogo para un libro que aún no existía, me dijo poniéndome
de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo escriba».
En la esperanza de hacerlo, me quedé largo tiempo en isla Negra, y para
apoyar la pereza que me invadía todas las noches, tardes y mañanas
frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del poeta y de paso
merodeara los que la merodeaban. As