Antonio Skármeta
antes de irrumpir en un trémulo acompañamiento, despegó el orgasmo
de Beatriz hacia la noche sideral con una cadencia que inspiró a las
parejas de las dunas («uno como ése, mijito», le pidió la turista al
telegrafista), que puso escarlatas y fulgurantes las orejas de la viuda, y
que le inspiró las siguientes palabras al cura párroco en su desvelo de la
torre: «Magnificat, staba, pange lingua, dies irae, benedictus, kirieleisón,
angélica».
Al final del último trino la noche entera pareció humedecerse y el silencio que siguió tuvo algo turbulento y turbador. La viuda arrojó el inútil
micrófono sobre el tablado y con el trasfondo de algunos primerizos y
vacilantes aplausos que venían desde dunas y roqueríos a los cuales
luego se sumaron los entusiastas del conjunto en la hostería y los bien
cateados de turistas y pescadores hasta formar una verdadera catarata
que fue amenizada con un patriótico «¡Viva Chile, mierda!» del inefable
compañero Rodríguez, fue a la cocina para descubrir titilando entre las
sombras los ojos en éxtasis de su hija y yerno. Señalando con su pulgar
por sobre el hombro, escupió las palabras hacia la pareja:
-La ovación es para los tortolitos.
Beatriz se cubrió la cara marineada con lágrimas de felicidad sintiendo que hervían en un súbito rubor.
-¡Te dije, oh!
Mario se puso los pantalones y los amarró fuerte con la soga.
-Bueno, suegra. Olvídese de la vergüenza que esta noche estamos celebrando.
-¿Celebrando qué? -rugió la viuda.
-El Premio Nobel de don Pablo. ¡No ve que ganamos, señora!
-¿Ganamos?
Doña Rosa estuvo a punto de cerrar el puño, y propinárselo en esa
lengua enredosa, o de inmiscuir un puntapié sobre esos nutridos e irresponsables huevos. Pero en un arresto de inspiración, decidió que era
más digno recurrir al refranero.
-«Vamos arando, dijo la mosca» -concluyó antes de asestar el portazo.
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