Prólogo
subrayando son, a mi entender, las claves con las que hay que leer una
obra como El cartero de Neruda, de Antonio Skármeta, por más que -como
hemos dicho- la vida del poeta, del hombre de que se nos habla en su libro
ya desde el título- esté para nosotros ahí, a la vuelta de la esquina, y sean
muy vivos los acontecimientos históricos en que se desenvolvió. Y, sobre
todo, nos asalte el convulsivo final de la misma, estrechamente fundido
con el convulsivo final de la democracia en su país, Chile. Ésta era la prueba que, sobre todo, debía superar Skármeta en su novela: desde un presente muy delicado y vivo tenía que salvar para lo esencial no ya la figura del poeta, sino la de un poeta que nos es coetáneo, que aún sentimos
muy cercano, que conocimos.
Precisamente, al releer la novela de Skármeta, mi memoria vuelve hacia
el encuentro que tuve con el poeta en mayo de 1971, en Milán; recuerdo de
qué manera se veía que Italia precisamente el «escenario» de la versión cinematográfica de su novela-, había sido un lugar entrañable, especial para
Neruda. De sus muchos exilios, seguramente los pasados en tierra italiana
supusieron para él -dentro del natural desasosiego de la lejanía de la
propia tierra-, etapas de concentración y equilibrio.
Recordaba él en la entrevista que grabamos, y ya amenazado por la
enfermedad, sus inolvidables días romanos, pasados en un piso que
alquiló con Rafael Alberti y sus días junto al mar latino, que siempre tiembla y brilla al fondo de la versión cinematográfica de la novela de
Skármeta. Era el Neruda que también el novelista pone muy bien de
relieve en algunos pasajes de su libro, agobiado por su cargo de embajador en París, enfermo, nostálgico de sus raíces telúricas.
Muy al contrario de lo que se piensa, en la vida del poeta -un ser
desposeído y sin más fuerza que su sensibilidad y su palabra-, tiembla el
pálpito verdadero de la historia. Y sobre ella influye, y en ella interviene
con el único poder de ese lenguaje intemporal y conmovedor que son sus
poemas. Y donde en el poeta hay autenticidad, esa influencia se nota,
aunque parta del aislamiento producido por el poder temporal y por la
soledad existencial.
Dicen los orientales que un hombre puede hacer llegar los latidos de su
pensamiento si su mundo es auténtico-, mucho más allá de las cuatro
paredes de !a habitación en que está encerrado. Algo de este tiempo, intenso y solitario, palpita en toda la obra de Skármeta, en esas visitas asombradas y puras del cartero inocente a la casa del intelectual sabio. Este
autor ha tenido también el acierto de entregarnos la perenne y valiosa
intemporalidad del poeta, pero sin dejar de mostrarnos allá al fondo -en
anécdotas; cartas, juegos de palabras, rasgos de humor, ironías-, la presencia de la historia, sin la que no es posible comprender esa especie de
aislamiento o exilio sereno y nutricio.
Nos dice Skármeta que su obra fue el resultado de una lenta madu-