Cuentos de Edgar Allan Poe
con impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas
hube entrado comenzó el examen.
Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur
Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas
líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las
grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés pues
proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La cámara de
donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase de datos; sus
paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las
estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.
El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo
encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante
ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores del público.
Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben
cuan raramente llegan a nuestras playas antigüedades no robadas, comprenderán que
no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.
Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho
y dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al
comienzo que había sido construida con madera (platanus), pero al cortar un trozo
vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier mâché compuesto de papiro.
Aparecía densamente ornada de pinturas que representaban escenas funerarias y otros
temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de
caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr.
Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos -simplemente
fonéticos- y decirnos que componían la palabra Allamistakeo.
Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con
una segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo
sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los
colores de la caja interna estaban algo borrados.
Al abrirla -cosa que no nos dio ningún trabajo- llegamos a una tercera caja, también
en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el
peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda y la tercera caja,
que estaban sumamente ajustadas.
Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de
costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una
especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y
pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios deberes del
alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello acompañado de numerosas
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