Cuentos de Edgar Allan Poe
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan
oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora,
golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía
temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.
Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la
posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían
comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que
yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había
ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que
revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del
muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En
el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros
que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto
triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi
víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte,
me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras
yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me
ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un
zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido
se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy
alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada
vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía
dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y
levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era
un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los
policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el
sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz
muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por
qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones
de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios!
¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la
silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido
sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y
entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que
no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se
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