ISBN 0124-0854
N º 199 Junio de 2013
Cada vez ibas a menos a las reuniones familiares. El argumento inicial después del regreso de Madrid era que no te gustaban los niños. En ese entonces, éramos dos los que corríamos por el corredor de la casa de la abuela, mientras ustedes los mayores hablaban de temas serios. Después, cuando ya no había niños que gritaran ni lloraran, dijiste que te parecía muy enredado salir de tu casa para llegar a las diez de la noche. Cuando te empezaron a recoger en carro, explicaste que la comida que hacían era muy pesada, que estabas maluco o que mejor te invitaran a la próxima.
recurrentemente a San Cristóbal, a la finca de recreo. También ibas a pueblos de Antioquia a tomar fotografías. Pasabas temporadas de uno o dos meses en Estados Unidos o en Europa. Te gustaba viajar. Pero todo cambió desde que el viaje fue para que no te mataran. Al regreso del exilio, te encerraste en Medellín. Nunca volviste a tu pueblo natal, Girardota, a pesar de que siempre decías que querías ver de nuevo la finca donde viviste un tiempo.
Con el paso de los años, el encierro se limitó al barrio y, posteriormente, a la casa. Te apartaste de muchas cosas por decisión propia. Quizás para disfrutar la soledad.“ Todo viaje me aleja de mí mismo. Y todo espectáculo. Y toda compañía”, fue un aforismo que escribiste.
Pero no te alejaste por completo. Todos los días veías a Aura. Continuaste las conversaciones con Héctor Abad Faciolince, tu único y mejor amigo. Muy de vez en cuando te reunías conmigo, tu nieta, y otras veces tus hijas te visitaban.
Al ir perdiendo la memoria, te veías cada vez menos con Héctor, conmigo y con tus dos hijas. Las conversaciones cada vez eran más difíciles, pues ni te acordabas de qué se habían muerto mi mamá y tu hermano, dos de tus personajes más queridos. La única a la que no dejaste de ver fue a Aura.
Dos meses antes de tu muerte, ya ni ibas a comprar la prensa, una rutina que tuviste desde la adolescencia. Semanas antes de que te diera