Agenda Cultural UdeA Julio 2013 | Page 18

ISBN 0124-0854
orientales. Hacía tres semanas la recogíamos casi todas las tardes en el edificio de Chapinero alto donde se quedaba— quizá vive todavía en Cali— y las dejaba frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango, en uno de cuyos salones ensayaban. Mi madre se posesionaba del asiento trasero desde que salíamos de casa y me trataba como si yo fuera su chofer:
— Lo mereces— me recriminaba. Yo no conozco ningún otro muchacho que pierda once en estos días.
¿ Qué podía responder? Mis compañeros, hasta los sospechosos de retardo mental, andaban inscribiéndose en la universidad mientras yo pensaba en cómo sobrevivir a un año más en el colegio, sin asesinar al prefecto de disciplina. Y mis explicaciones no satisfacían a nadie, ni a mí. La palabra“ dejadez” fue la que prefirió mi padre; en su opinión, preservaba el honor familiar. A mi madre le gustó“ pereza”, y me convirtió en su auxiliar de servicios generales, para cobrármela. Creo que ninguna de las dos expresiones incluye a la nena que primero me llevó a las rumbas más salvajes, con gloriosos finales en su cama, y después me dejó en la inmunda. Como me gustaba su madre, me refería a ella como La Hijueputable, un término que la implicaba sólo y exclusivamente a ella.
Verónica Franco ya debe tener más de cuarenta años y espero que siga siendo hermosa. Sus piernas se parecen a las de Beyoncé, cuando Beyoncé no abusa de las hamburguesas y las papas fritas, y sabe de música, ahora lo sé muy bien. La primera vez que la vi, le aclaró a mi madre que en realidad sólo interpretarían unas partes del Oratorio de Navidad, compuesto por seis cantatas que escribió Bach para acompañar los actos religiosos de las diferen- festividades decembrinas: tes
— El día de la circuncisión incluido— agregó.
— Eso es lo que se merece este muchacho.— Aprovechó mi madre para comentar, con una sonrisa de asesino en serie en su rostro mofletudo.
— Y esa cantata, la cuarta, es una maravilla. Es en fa, y además de los oboes, intervienen las trompas. Es el centro de toda la composición— afirmó Verónica Franco con los ojos fijos en mí, dejando a sus labios jugar con las palabras.
A mediados de diciembre, Verónica Franco mencionó que le habían regalado un gigantesco árbol de navidad y quería adornarlo. Fuimos a tres centros comerciales. Mi madre alargó el proceso de selección de los adornos, consciente de mi aburrimiento, incluso me obligó a abrazar a un apestoso Santa Claus que me llevaba como veinte centímetros de estatura, y nos tomó unas fotos con su celular, para que mi humillación fuera mayor. Tres horas después, satisfecha, llamó a mi padre y se invitó a comer en un restaurante que huele a pescado muerto, que a ella le encanta.
— Lleva a Verónica a su apartamento o a donde ella necesite— sonrió—, y ayúdala a adornar el árbol. Llega antes de las diez o no respondo— me advirtió con su tono maternal que era sinónimo de amenaza.
Asentí. También Verónica.
La pregunta surgió después de un largo silencio, mientras descendíamos de la circunvalar hacia el centro de la ciudad.
—¿ Puedo confesarte algo?— Verónica se mordía el labio inferior.
— Por supuesto— respondió mi madre, casi con alegría.
julio de 2013